Paloma Pedrero
Lo de San Antón
Salíamos del cine, cuando mi hermano me comenta que al día siguiente, sábado, tiene un ensayo con el coro que dirige, el maravilloso Coro Iberoamericano, y que no tiene lugar para hacerlo. Le miré perpleja, era viernes noche. Una iglesia, me dice, es la única posibilidad. Y la luz se nos encendió: la de San Antón está abierta toda la noche. Vamos. Dando un paseo llegamos a la calle Hortaleza y entramos en la iglesia. Estaba animada. Las personas sin hogar charlaban en los bancos mientras algunos turistas admiraban el arte del templo. Los voluntarios ofrecían caldos calientes a los que tenían frío y algunos perros se relamían con las chuches de colores colocadas para ellos en la puerta. Puertas de par en par. Como el corazón de los que atendieron nuestra demanda. Hablamos con el portero y le contamos el aprieto. ¿Cantar?, nos preguntó. Este es un sitio perfecto para cantar. Mañana viene el padre Ángel, que está de viaje. Seguro que no pone pega. Mi hermano, con su inquebrantable fe en los milagros, respondió que era mañana y temprano cuando necesitaban ensayar. El hombre asintió callado. Reflexionó y nos pidió unos minutos. Aprovechamos para sumarnos al sentir de los que allí compartían soledad y calor. El hombre apareció sonriente: he conseguido hablar con él un segundo, está en el avión y tenía que apagar el móvil. Pero vengan, vengan mañana a cantar aquí. El padre Ángel llega temprano y les atenderá personalmente.
Y así fue. A la mañana siguiente, con la mejor sonrisa de los que hacen la paz, el coro ensayó en la hermosa sacristía de San Antón, y las voces llegaron al cielo. Porque la gente buena consigue que la belleza atraviese los techos. Esos techos que abrigan a los desamparados.
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