José Antonio Álvarez Gundín

Los cañones del nacionalismo

Aunque todas las guerras son perversas, el mayor monumento a la estupidez humana fue la Gran Guerra, de la que estos días se rememora el centenario de su estallido. Aquella fue la ignominia de los nacionalistas enfermizos, como demuestra Barbara Tuchman en su imprescindible «Los cañones de agosto», el libro que el presidente Kennedy tuvo en su mesilla de noche mientras Jruschov y Fidel Castro desplegaban los misiles nucleares en Cuba. Aquel mismo año de 1962 el propio Kennedy le regalaría un ejemplar al primer ministro británico Harold Macmillan como vacuna para el ébola nacionalista en Europa. Alguien debería enviarle sin falta una copia a Artur Mas, cuya carencia de lecturas provechosas no puede disimular.

Hubo guerra en agosto de 1914 porque se quiso la guerra. Porque la lógica nacionalista la hizo inevitable. La quería, sobre todo, el káiser para reafirmar la hegemonía alemana, pero la ansiaba también Francia por las irredentas Alsacia y Lorena. La jaleaba el primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, y no la rehuía el zar de todas las Rusias. El tonto útil fue el más sandio de todos, el emperador austriaco Francisco José. No había ninguna razón de peso ni justificación moral ni causa mayor que la hicieran necesaria. Un nacionalismo belicista infectaba a los países y el corazón de las gentes se inflamaba con una mezcla explosiva de populismo y de odio al enemigo. El mayor anhelo de un alemán era ondear su bandera en los Campos Elíseos; el deseo más ferviente de un francés era que los alemanes les recibieran pidiendo limosna en la Puerta de Brandenburgo. A uno y otro lado de las trincheras, los artistas e intelectuales ilustraban las propiedades higiénicas de la guerra y enaltecían la violencia como fórmula necesaria para alumbrar una nueva era de justicia y prosperidad. El resto lo hicieron los gobernantes necios, entre los que sobresalen dos primos entre sí y nietos de la reina Victoria: el alemán Guillermo y el ruso Nicolás. Ambos pagaron con la cabeza coronada la soberbia de sus almas. Lo que germinó de aquel suicidio al que los nacionalistas llevaron a Europa forma parte central de la historia de la infamia: el advenimiento del fascismo y del comunismo, las flores del mal que antes de medirse en Europa golpearon con furia homicida entre los españoles. Es verdad que la Europa y la España de hoy nada tienen que ver con aquello, pero hay algo que no ha cambiado: la pervivencia de dirigentes que envuelven su estupidez en la bandera nacionalista. Ya en agosto de 1914 se hablaba de choque de trenes.