Francisco Nieva
Los del 27 y yo
En el Colegio de España, en la Ciudad Universitaria de París, pude leer a Lorca, prohibido en mi país. A Lorca, a Cernuda, a Bergamín... Pero, antes, se produjo mi conocimiento de Aleixandre. Yo tenía 16 años y acababa de perder a mi padre. Para ir al trabajo siempre tomaba el tranvía 36, que atravesaba toda la Avenida de la Reina Victoria hasta el metro de Cuatro Caminos. Aleixandre lo tomaba siempre al inicio, en la glorieta de Gaztambide. Aquel señor tan elegante –calvo y con los ojos azules– despertaba mi curiosidad. Nunca lo volví a ver hasta después de diez años, a mi vuelta de Francia. Ya me había dado a conocer como escenógrafo y me había hecho amigo de Bousoño, de Brines y de Claudio Rodríguez, que me dijeron: «Te vamos a presentar a Vicente Aleixandre». Esto fue una sorpresa para los dos: - «¿De modo que tú eras aquel chico triste del tranvía 36, que tanto me recordaba a mi compañero Cernuda?», me dijo Vicente. - «Yo sentía deseos de acercarme a usted». Eran sentimientos oscuros y difíciles de expresar. Aquel recuerdo, de matiz erótico, estableció nuestra gran amistad. Mi parecido físico con Cernuda me lo ratificó Felicidad Panero, ya viuda, que estaba locamente enamorada de él. Lo cual me hizo leerlo como si me describiera a mí mismo.
A Vicente le encantaron mis primeros ensayos dramáticos, que le hizo escribir un día: «Francisco Nieva levanta un nuevo telón en el teatro español». Vicente me protegió, hizo que cundiera mi nombre como dramaturgo original y posibilitó el estreno de mi Teatro Furioso. Fue a ver una representación de «La carroza de plomo candente» y «El combate de Ópalos y Tasia». Luego me abrazó y sus bellos ojos azules estaban arrasados de lágrimas. - «Paco, este es el teatro que hubiéramos querido escribir todos los de mi generación, Lorca, Bergamín, Buñuel... Y lo has hecho tú». - «Sí, porque estaba cerca de ti», le contesté.
Ahora recuerdo nuestras largas conversaciones en su jardín con el perro Sirio. Esto era amor. Platónico, por supuesto. Y muy importante para él. Bousoño me reveló que, tras una de aquellas visitas, escribió una de su últimas piezas en «Poemas de la consumación», titulada El bailarín y el director de escena. Ese enigmático bailarín era yo. Nunca me habló de él y no me lo dedicó. Es un poema muy bello, pero indescifrable, muy subjetivo y voluntariamente oscuro, casi un acertijo.
Vicente me imbuyó del espíritu creador de su generación, frustrada por la Guerra Civil. Ya había conocido a Alberti y a María Teresa León en Roma, que vivían, como yo, cerca del Trastévere, en la Vía Garibaldi. Todos los españoles de izquierdas se hacían la obligación, después de visitar el Vaticano, de entrevistarse con Alberti. Yo me reunía con éste y con María Teresa en los bares del barrio. Alberti era muy sensible al halago y yo había leído –todavía en Francia– su poemario sobre la pintura y «Noche de guerra en el Museo del Prado», que me parecieron cosa genial. Con mis comentarios me gané su amistad. María Teresa era una mujer fascinante, digna esposa de Rafael. También nos encontramos en Venecia y los tres fuimos juntos a ver «Los cuentos de Canterbury» de Passolini, que nos encantó.
Cada vez era más estrecho mi nexo intelectual con los del 27. Yo pretendía seguirles, continuarles como a mis entrañables maestros. Tras mi llorada muerte de Aleixandre, conocí a Bergamín. Le visitaba muy a menudo en su ático diminuto en la Plaza de Oriente, con vistas al Palacio Real y el Campo del Moro. Bergamín era fascinante. Su conversación era como una lección magistral sobre el espíritu del 27 y su indiscutible modernidad. Y todos ellos habían admitido la profética grandeza de Valle-Inclán.
Bergamín –también católico y sentimental– representaba como nadie a la generación desbaratada, negada, borrada por Franco. Recuerdo que, una noche, cuando yo era un chavalito, en Valdepeñas, sentados a la puerta de casa, tomando el fresco, un coche se paró ante nosotros y de dentro salió una voz que nos gritó - «¡Han fusilado a García Lorca!». Mi padre soltó un taco fuerte y mi madre se persignó. El coche reanudó su marcha, repartiendo la mortal noticia. Esa negra noticia resuena todavía en mi corazón. Leyendo en París «La casa de Bernarda Alba», la recordé y me puse a llorar. Todos ellos han sido mis maestros, mis amigos, mis platónicos amantes, el sedimento de mi conciencia, y me considero su heredero universal. Yo he pretendido siempre ser su eslabón en el tiempo. Esto es la verdad.
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