Alfonso Merlos
Los hijos del Mal
Sí. Nada ha cambiado. El árbol y las nueces en versión actualizada y revisitada. El alarido del cafre, lleve corbata o no. La delincuencia y aquellos que la amparan y terminan promoviéndola. El nacionalismo aparentemente moderado es lo que en realidad parece: el aliado necesario para que los pistoleros puedan ser devueltos a la vida civil como si nada. Como si no tuviesen a sus espaldas crímenes masivos. Como si no siguiesen al otro lado de la ley, en ese territorio de vómito y hedor que sólo ocupan los despojos.
El problema de estas celebraciones a mayor gloria de los que han pegado tiros en la nuca y han puesto coches bomba no es sólo estético. Es de fondo. Significa la humillación más dura, el ataque más descarnado, la ofensa más extrema a los que han caído para que los que hemos resistido hagamos nuestra vida cada día: presentando programas de televisión, gobernando, aplicando las leyes, alicatando aseos, regentando la mercería de la esquina... ¡Han sido tantos los que han dado tanto para la tranquilidad y la seguridad de los que creemos en el imperio de la libertad!
El retroceso es formidable. El Partido Popular lo ha denunciado con mayúsculas y con razón. Pero el ejercicio de rasgarse las vestiduras de los socialistas es patético. Porque sin su penoso trabajo (¡ay Eguiguren!) sería imposible entender hoy la conexión, la empatía y el buen rollo que impera en la relación entre los bastardos que siguen impulsando a ETA y los epígonos de Ibarretxe. Dos y no más. Después del numerito protagonizado por los hijos del Mal en Durango y de la animalada de este fin de semana sólo cabe decir basta. Ni políticos ni jueces ni policías pueden contribuir a la apología de la impunidad. El PNV es hoy, como siempre o más, una piedra en el camino para la consolidación de la democracia. Démosle la patada para que no estorbe.
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