José María Marco
Los intocables
Fernando García de Cortázar publicó hace poco tiempo en «ABC» una defensa casi apasionada de los regeneracionistas. Su generosidad le ha llevado a incorporar al ramo a gente que poco tuvo de tal, como Maeztu, Lerroux o el anarquista Ángel Pestaña. Tampoco faltan –algo más de esperar– los Azaña y los Ortega, aunque éstos no se habrían reconocido en un apelativo del que abominaban. En esto, el distinguido divulgador histórico se alinea con los regeneracionistas a la moderna, que llevados por su entusiasmo se olvidan de los distingos. Como todos ellos, García de Cortázar está convencido de que España, antes de la Era de la Regeneración, era un país corrupto, cerrado, africano, un extraño en Europa, una tribu de cafres. Fueron los regeneracionistas los que se esforzaron por modernizarlo. Ellos trajeron, por vez primera, la luz de la racionalidad. Ingrato como es, el país no quiso comprenderlos. En ésas seguimos, y la imagen que aquellos regeneracionistas crearon está lejos de haber desaparecido. Al contrario: sigue siendo la base de nuestra comprensión de España, «este país»... Uno de los problemas de este asunto es que los regeneracionistas no eran reformistas. No buscaban un cambio gradual. Buscaban una crisis nacional con la que dar carpetazo a lo antiguo y crear algo nuevo. Y no concebían otra cosa porque los regeneracionistas eran nacionalistas, nacionalistas españoles, que necesitan acabar con la nación existente para imponer aquella con la que sueñan. Me he esforzado por explicarlo en un libro que García de Cortázar no parece haber leído, «Sueño y destrucción de España» (Planeta). Entre otras muchas cosas, se intenta explicar por qué Unamuno se exaltaba con la idea de la guerra civil; Azaña, con la empresa de demoliciones y Ortega, con los incendios purificadores. Aquellos hombres no eran gente torpe. Fueron muy buenos en lo suyo, y bastantes de ellos geniales. No por eso hace falta mantener una actitud de adoración. La condición de intocables no ayuda a su legado: ni a comprenderlos ni a difundirlos. Se merecen algo más que la peana y la hornacina. Como García de Cortázar recurre al socorrido y poco gallardo «algunos» para hablar de quienes se están permitiendo la insolencia de criticar a los demoledores de antaño, no sabemos a quién se refiere. Alguna pista hay, al final, cuando habla de la elegancia de estilo de alguno de estos impertinentes. Me parece que «alguno» es conocido mío... En su nombre, y por esta última observación, gracias, Fernando.
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