Alfonso Ussía
Los paraguas
En España se han perdido los matices. Y se han perdido porque los que intentan matizar no han conocido aquella España en la que los matices eran tan importantes. En la actualidad, los izquierdistas furibundos –y por lo normal, bastante analfabetos–, han simplificado hasta la extenuación de la inteligencia las diferencias. Todos aquellos que no piensan como ellos son fascistas o fachas cavernícolas, nostálgicos del franquismo. Los que me conocen saben que nunca fui franquista. Mis ideales estaban en el exilio. No así los de Juan Luis Cebrián, por ejemplo, hijo de falangista convencido, y director de los servicios informativos de TVE, la única, en la agonía del régimen anterior. Su jefe supremo se llamaba Carlos Arias Navarro. La izquierda española está repleta y rebosada de franquistas arrepentidos, de camisas azules vueltas del revés, de yugos y flechas camuflados entre rosas y martillos. El cambio es sencillo. El brazo alzado con la mano abierta, el saludo romano del fascismo, se convierte en el símbolo gestual de socialistas y comunistas con la sencilla operación de cerrar la mano y convertir en puño lo que era palma.
Franco no supo ganar. No fue generoso ni misericordioso. Con toda probabilidad, algo más de lo que hubieran sido los del Frente Popular en el caso de vencer en aquella Guerra Civil que aún nos pesa. Las extralimitaciones contra los derechos humanos compiten en inflexibilidad y crudeza en uno y otro bando. Lo que nadie puede negar, superando la irritabilidad lógica y comprensible que aún sostiene el odio de muchos españoles, es que al cabo de tres décadas, el franquismo había creado en España un tejido social basado en la clase media, aquella que España tanto echó en falta en el siglo XIX y los primeros decenios del XX. España era gobernada por un régimen autoritario, pero infinitamente más benévolo que las dictaduras comunistas. Y aquella clase media fue la clave de la creación de la Seguridad Social, que fue un logro del franquismo, aunque muchos no quieran entenderlo, ni asumirlo, ni aceptarlo. Franco murió en la cama de uno de sus hospitales.
Los impuestos apenas repercutían en la economía de los trabajadores. El Ministerio de Hacienda era un recaudador lánguido y en ocasiones, ocioso. Esa obsesión impositiva y depredadora que sufre hoy el español que trabaja –por desgracia hay más de cinco millones que no la padecen–, sería en aquellos tiempos pasados, intolerable. Se estableció un sistema de protección al trabajador que sobrevolaba a la justicia más elemental. En cualquier pleito laboral, el trabajador tenía la razón y era culpable el empresario. El franquismo temía más que a un nublado los conflictos laborales, especialmente los provenientes de la minería. Y en las minas de La Camocha, inmediatas a Gijón, se fundaron las Comisiones Obreras, con el simulado beneplácito de las autoridades, que tiraban y aflojaban según venían los vientos sociales.
Y durante el franquismo, se construyeron decenas de pantanos y las principales autopistas. La agricultura fue objeto de todas las generosidades oficiales. Todo ello, con unos presupuestos acordes con la presión impositiva, que era muy débil. Se hicieron numerosas y grandes obras en España. La autopista que une Bilbao con San Sebastián y la frontera francesa es, y lamento molestar a muchos, una autopista franquista, como las primeras catalanas. Madrid no gozó jamás de las ventajas fiscales y económicas que disfrutaron las provincias vascas y catalanas, por poner un ejemplo irrebatible. Y yo me pregunto cómo se consiguió crear una clase media tan poderosa y realizar proyectos tan costosos en una nación que se recuperaba de una Guerra Civil y había sido apartada de las ayudas que el Plan Marshall estableció en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial.
En el franquismo se cometieron injusticias y tropelías. No existía la libertad de expresión y de opinión. Franco no supo retirarse, y como dijo Foxá, le dieron desde el exterior una gran patada en nuestro culo. Pero tuvimos la fortuna de no sufrir un régimen comunista y brutal que ya se anunció en los tristes finales de la Segunda República. Ningún deseo me anima a defender aquel régimen autoritario y tan lejano a la democracia. Pero mantengo mi pregunta. ¿Cómo lo hicieron en aquellas condiciones y con unos presupuestos rescatados de la ruina?
El franquismo, tan vituperable en muchos aspectos, tuvo una virtud que hoy se añora. Existía un control en la administración del dinero público. Nadie metía mano en la caja. Tan fácil como eso. Ahora, por decir que no se robaba en el régimen anterior –hubo sus excepciones–, me lloverán insultos y descalificaciones. Pues que me lluevan. A mi edad, manejo divinamente los paraguas.
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