Joaquín Marco
Los partidos como problema
El sistema de gobierno democrático es, por hoy, el menos malo de los que conocemos. Tiene sus defectillos, pero constituye el modelo de los países más avanzados. Tras largos años de partido único y de repudiar las democracias liberales, una Transición, en la que hubo mucho de improvisación, nos dotó de un mecanismo de gobierno del que la crisis económica que atravesamos nos permite advertir rotos y descosidos. Digamos de antemano que no es posible una democracia sin los pilares de los partidos políticos, aunque, de vez en cuando, broten antipartidos que reflejan el malestar o el descontento de parte de la población, como acaba de suceder en Italia. En España, las encuestas advierten que los ciudadanos sitúan en segundo y tercer lugar de sus preocupaciones la corrupción y los políticos. Por tal motivo, se muestra una desafección que alcanza las movilizaciones callejeras, porque motivos no faltan. Sin embargo, tales manifestaciones parecen surgir de movimientos en los que los partidos muestran escaso protagonismo. El Consejo Económico y Social entiende que el 12% de los trabajadores, al margen de los seis millones de parados, se sitúa en riesgo de pobreza, pese a encontrarse trabajando. Salvo en las grandes cifras macroeconómicas, no se advierte todavía la salida de un túnel que aterroriza por su longitud y oscuridad. Mientras tanto, como contraste, en 2012, figuran ya 16 españoles entre los más ricos del mundo (con más de mil millones de dólares). Las fortunas (incluyendo la de Amancio Ortega) ascienden a 70.400 millones de dólares, según la revista «Forbes», un 11% más que en el año 2011. Estos contrastes no hacen sino contribuir a poner en cuestión, desde la perspectiva económica, la validez de un sistema a cuya cabeza se encuentran los políticos y sus partidos. No es cierto que los partidos no sean conscientes de su progresivo descrédito y del riesgo que ello entraña. Los movimientos ciudadanos son, entre nosotros, acéfalos. Pero ello no quiere decir que sigan siéndolo siempre. Existen riesgos de antipartidismo o resabios de totalitarismos del pasado siglo que pueden reaparecer con uno u otro rostro. Pese a ello, poco se hace para consolidar la unidad en grandes temas que afectan e irritan a las mayorías: la educación, la sanidad, la justicia. En ocasiones no logran advertirse grandes diferencias entre las formaciones, sino el hecho de hacer valer los resultados de las últimas elecciones, el rodillo. El crecimiento económico que todos sabemos imprescindible está en manos de una política que trasciende nuestra dimensión. Y esto lo saben todos. Permanecemos quietos, pendientes de las próximas elecciones alemanas, sin esperar tampoco mucho de sus resultados, porque también el país rector de Europa se tienta la ropa y no las tiene todas consigo. El empobrecimiento general de la población no afecta tan sólo a los países del sur, aunque aquí golpea con mayor virulencia contra la clase media baja y los trabajadores. Se preguntan, pues, los dirigentes de los partidos cómo recobrar la popularidad, cómo acercarse a una calle que se les muestra reacia, casi a cara de perro. La solución no puede llegar, como parece que han decidido, por colaborar en los programas televisivos de mayor audiencia y acceder, salvo el presidente Rajoy, a determinadas entrevistas. Este recurso de populismo barato no ha de llevarles a otra cosa que a la banalización, en contraste con una cierta judicialización, que ofrece a simple vista el espectáculo desolador del funcionamiento de las instituciones. El papel alarmista de los medios contribuye a incrementar esta lamentable impresión. La democracia no es un sistema perfecto. Y existe la corrupción incluso en países admirables por el funcionamiento de la cosa pública. Las leyes que regulan el partidismo tampoco son perfectas. En consecuencia, deberíamos acercarnos a las de aquellos países que admiramos. La transparencia en el funcionamiento es indispensable y se nos promete una y otra vez, pero también lo es en lo que respecta a la financiación, a las donaciones económicas, al papel de los «lobbies», que aquí también existen. El problema consiste en que los partidos, con su vocación de poder, parecen incapaces de autorregularse y, sin embargo, la tarea de darse las leyes que permitan regenerar la praxis política debe proceder de ellos mismos. Parece utópico ahora confiar en que tal regeneración se produzca a corto plazo. Sin embargo, de no hacerlo, de no alcanzar, mal que les duela, acuerdos, traducidos en forma de leyes, que sean aceptados por los militantes de base y los votantes, el sistema no se regeneraría. No se trata tan sólo de resolver una crisis económica inconcebible hace tan sólo unos pocos años, sino de alcanzar una ética que impida que nos encontremos ya a la cabeza de la desigualdad social de la Unión Europea. Como advierte el CES: «La crisis económica, que ha afectado con particular intensidad a España, especialmente en lo que a destrucción de empleo se refiere, está produciendo al mismo tiempo un aumento notorio de la desigualdad, no habiéndose efectuado este resultado en el resto de los países». Los oportunos reajustes, por sí mismos, no van a resolver los problemas de los ciudadanos, quienes, con acierto, advierten en el funcionamiento de los partidos el engranaje esencial de cualquier posible e imprescindible renovación. Quienes detentan el poder deberían tomar pronto drásticas soluciones. No todo consiste en dimitir, verbo, por otra parte, que por estos lares no se conjuga.
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