Jesús Fonseca
Los secretos de Blázquez
Es casi feliz. Ricardo Blázquez irradia serenidad, desde un estilo personal de probada cercanía, intensamente humano. Un hombre que se conmueve ante el desgarro ajeno. El nuevo jefe de los obispos es amable, muy amable, aunque no de sonrisa fácil. Don Ricardo pide permiso para todo. Cuando invita a comer a alguien, solicita autorización para elevar una plegaria: «¿Le parece que bendigamos la mesa?»... Y así es con todo. Su sencillez de vida le abre puertas allá por donde va. Le gusta estar entre la gente. Es uno de esos pastores que enseñan con gestos; con su manera de ser y forma de estar. A monseñor Blázquez le horroriza molestar a alguien. Pero su verdadero secreto es la entrega personal, desde la cotidianidad, desde lo más ordinario de la vida. Es hombre de oración. Le encanta acercar la ternura y la misericordia de Dios a los otros. Y escuchar, escuchar mucho: «De los que discrepan no tengo miedo. Los puntos de vista diferentes enriquecen siempre», le dijo no hace mucho a un político con el que se encontró, en Valladolid, en circunstancias ásperas. Busca caminos de entendimiento con los otros, pero siempre desde la firmeza de la doctrina. Que nadie espere giros sustanciales en esto, en el flamante presidente de la Conferencia Episcopal. Sus valores son los del Evangelio y, tal vez por eso, los más humanos: la libertad del amor, la compasión, la bondad. Pero que nadie se lleve a engaño: Don Ricardo ejerce. Como hombre de la tierra adentro, a este abulense le gusta forjar los cestos con los mimbres que tiene al alcance de la mano y no hacer castillos en el aire. Dos cosas le obsesionan: la transparencia en la gestión de los bienes y el debilitamiento de la Fe. Su lectura más querida es el Evangelio de San Juan. Pasa horas y horas conversando con los párrocos, intercambiando pareceres. Los sacerdotes le importan tanto que cualquier tiempo le parece poco para ellos, por más cansado y agotado que se encuentre: «No os engañéis. Lo que la gente percibe es nuestro testimonio», les repite cuando los ve a solas. Los curas y las familias, es algo que prevalece en él. Si se entera que alguna peligra, busca hacerse el encontradizo y hasta se deja caer por ese hogar, si se tercia, para escuchar y echar una mano. Don Ricardo cuida esencialmente el acompañamiento a los ancianos, pero se ocupa –y mucho, también– de que los jóvenes se sientan acogidos en su Diócesis. Hace unos días, se pasó horas y horas con un grupo de chicos y chicas que acababa de confirmar, escuchándoles y tomando nota de lo que le decían. Lo hace constantemente. Dice que los jóvenes le contagian alegría. Que no hay nada como acercarse a ellos para encontrar signos de esperanza. El Papa Francisco estima en mucho su conocimiento de la realidad eclesial. En Roma no olvidan su fecunda aportación para hacer frente, en tierra de nadie, al desaguisado de los Legionarios de Cristo. Don Ricardo se pateó América de cabo a rabo y, parte de Europa, cuando las heridas estaban más en carne viva, recogiendo testimonios con discreción, para discernir y encontrar soluciones; como así fue. No todos los tiempos son iguales. España necesitaba un presidente de la Conferencia Episcopal capaz de reavivar y fortalecer la fe, en medio de una sociedad cada vez más secularizada, y aquí está. Y si, además, provoca una cordial simpatía dentro y fuera de casa, miel sobre hojuelas.
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