Alfonso Merlos
Macrofraude
¿Alguien puede sorprenderse ante la acción de una justicia a la que le extraña la legalidad de partidas presupuestarias dedicadas a joyerías, restaurantes, tiendas de deporte, balnearios, hoteles o floristerías? ¿Alguien puede considerarse una víctima ante la acción de unos investigadores cuyo celo ha sido excitado por la proliferación de contratos de 17.997,98 euros, a 2 euros y 2 céntimos del límite para no licitar concurso público? El señor Besteiro no sólo está en su derecho sino hasta en su obligación de defenderse. Primero, porque las fundadas acusaciones que pesan sobre su gestión son de lacerante gravedad. Segundo, porque su dimisión prueba que en absoluto se ha construido en los tribunales un caso con falta de fuste o rigor. Al contrario. Las decenas de microcontratos que firmó para construir, ladrillo a ladrillo, un presunto monumento al fraude han sido por desgracia moneda corriente en otras administraciones manchadas por el latrocinio: ya se sabe, la confabulación de personajes en el sector público y el privado a costa del pulverizado bolsillo del contribuyente. Estamos en el punto en el que Rajoy podría tachar de indecente a Pedro Sánchez por las actuaciones, aún por juzgar, de su buen amigo Besteiro. Pero hay formas y formas de encarar la corrupción. La del Partido Popular, en este escándalo que se agiganta a medida que conocemos escabrosos detalles, está pasando por confiar en el trabajo de los especialistas: los agentes competentes en delitos financieros y fiscales. La del PSOE, por desgracia, se está volcando en desacreditar la ardua labor de una juez para limitar el propio daño político y partidista. ¿Verdad que no hemos olvidado la artera campaña padecida por Mercedes Alaya por levantar el velo de los falsos ERES?
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