Ángela Vallvey

Madres

El verdadero hogar de un hijo está en el corazón de su madre. Si ella no tiene entrañas, el hijo vivirá siempre entre el montón de escombros del desarraigo. Incluso los ingleses, que con el lenguaje son mucho más pudorosos que nosotros los hispanohablantes, poseen la expresión «hijo de p.t.», el colmo del insulto. El de hijo de «mala madre» es un enunciado que se encuentra en todos los idiomas, la corona de espinas que señala la hez de la humanidad. Quien no es hijo de buena madre, lo lleva claro. La función más noble que puede ejercer un ser humano es ser bien nacido de una mujer buena. A la Tierra la llamamos madre, porque nos permite habitarla, respirar y sentir su luz. Las madres dan la mejor herencia que cabe soñar: la vida. Puede que exista el dilema de quién fue primero, el huevo o la gallina, sin embargo nadie duda que la parte primordial, elemental, original, siempre es la madre. Ella es el comienzo, la clase preferente de la especie, la marca de belleza en todo origen. El día de la madre, que acabamos de celebrar, puede que sea para muchos un simple motivo para animar el consumo, vender más flores, más discos o más libros, pero a las hijas que ya han sido también madres les parece una excusa para honrar a su progenitora, esa mujer fuerte que no se anda con tonterías, menuda y con algún achaque, sobria y ahorradora, más sensata que una multiplicación con decimales, la mujer exigente pero también servicial –como se decía en su mocedad– que sacó adelante una familia cambiando sus sueños por un puchero diario encima de la mesa como el que hace un trueque con ese trilero profesional que es el tiempo.

Madre: qué gran profesión tan mal pagada.