José Luis Requero
Mal vamos
Mal empezó la legislatura cuando el Gobierno, en contra de sus promesas electorales, elevó la presión fiscal a niveles nunca vistos; mal siguió cuando hizo una reforma judicial contraria a lo que venía prometiendo en cada programa electoral, también el último –desde 1985–, consolidando y acentuando la que hicieron los socialistas. Y vamos mal si abandona una reforma inequívocamente prometida, la del aborto; y sería abandono no sólo no hacerla sino también llevar a cabo una reforma aparente, cosmética, fruto de empeños consensuales imposibles.
Me detengo en dos aspectos. Uno, parece que ese presumible abandono obedece a razones electorales. En la balanza pesa más el platillo de los votos que el de la vida humana, con el saldo final de mantener una ley aberrante que dice que matar a un no nacido es un derecho, y lo potencia. Ya los autores de esa ley aberrante auguraban que la derecha no se atrevería a derogarla y ponían como ejemplo la ley del «matrimonio» homosexual. Se confirma algo sobre lo que he escrito con reiteración: esa derecha se contenta con ser el técnico de mantenimiento.
A ese técnico de mantenimiento no le pregunte por principios, ni por modelo de sociedad, sólo se ocupa de los desajustes económicos que dejan las legislaturas de la izquierda. Parece que hay un soterrado reparto de papeles en el que unos gobiernan para cambiar la sociedad, otros para centrarse en esos desmanes económicos, sin tocar los «logros» que deja la izquierda en lo social, cultural o educativo. Son ámbitos de los que la derecha se autoexcluye por temor a perder el poder o porque se lo impide aquel a quien le interesa tenerle en el poder lo justo, que los principios no arruinen sus encargos.
Como parece que prima la sociología en lugar de los principios, se parte de un axioma, una verdad en sí misma: España es un país de izquierdas, luego contrariar esa tendencia es perder votos. Al margen de que tal axioma sea falso, que eso lo diga un sociólogo tiene un pase pero que lo asuma un partido, no. Se basa en la renuncia, bien por incapacidad bien por intención oculta, para plantearse que se puede y se debe cambiar esa tendencia presentada como inexorable.
El tiempo pasa y siguen vivos unos «logros» que socavan los cimientos de la sociedad; ahí están el divorcio exprés, la inyección masiva de ideología de género, los «matrimonios» homosexuales, una ley de técnicas de reproducción humana asistida inconstitucional y opuesta a la dignidad humana o el aborto, etc. Lo mismo ocurre con el independentismo de las nuevas generaciones en Cataluña o País Vasco, fruto de un sistema educativo que se renunció a corregir. Una apuesta: ¿a que cuando esta derecha esté amortizada, regrese la izquierda e instaure la eutanasia –que llegará–, esta misma derecha dirá que eso mejor no tocarlo, que quita votos?
Y la segunda reflexión. Tras aquel 15-M de los «indignados» y el 25-M hay un mar de fondo de desconfianza hacia un sistema político que se considera viciado; un sistema en el que los partidos se yerguen como fines en sí mismos, clubes cerrados cuyas élites viven para sí, encerradas en sus polémicas y disputas a modo de señores feudales. Con esa mentalidad ideas como «servicio» o que ejercerlo es un «mandato» se desdibujan hasta perderse.
Buscar la regeneración del sistema en la ley de transparencia o que los políticos declaren su patrimonio o limitar los mandatos suena a chiste cuando se ve como natural –y hasta como un ejercicio de astucia– dejar a los votantes en la cuneta tras haberse lucrado de sus votos, enterrar una promesa electoral referida a algo tan neurálgico como defender la vida humana, la maternidad y la dignidad de la mujer.
Regeneración es cumplir lo prometido, no engañar y responder en caso de no hacerlo, no hacer promesas que no se sabe si pueden cumplirse o que sabe que no se pueden cumplir o que se sabe que no se van a cumplir. Mal vamos si los votantes ven que su elegido se avergüenza de ellos, si piensan que para qué ir a votar, que da lo mismo, que al final todo queda en un «quítate tú para ponerme yo».
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