María José Navarro
Mayores
El otro día, a mi santa madre se le estropearon de golpe tres calefactores. Tres, así, chimpún. Le goteaban un poquito y decidió llamar a un operario. Pilló su factura del seguro de la casa y llamó. Al rato me llamó a mí. Es que no me entero, es que no sé qué me dicen. Y una piensa inmediatamente que su madre, que tu madre, está mayor, que es que ya es incapaz de resolver cualquier imprevisto. Así que te pones con los brazos en jarras y decides solventar de inmediato el asunto. Bien. Llamas. Y. Una musiquita. Una musiquita y de vez en cuando una señorita que te asegura que en breve te van a atender, que tengas paciencia. Seis minutos de música ligera. Seis minutos y veinte segundos de música ligera. Cuando acaba el suplicio, te atiende una estupenda y simpatiquísima señora con acento de seda. Es perfecto, hasta que te pregunta si el problema es de las cañerías. Señora con acento de seda, no entiendo de fontanería. Me encantaría, pero no tengo ni idea. Y me insiste, y me vuelve a preguntar, y me somete a un interrogatorio técnico que soy incapaz de responder. Mire, es que no sé lo que me dice, es que no me entero. Y de pronto te das cuenta que has dicho exactamente lo mismo que tu madre, que te sientes igual que ella, inútil para enfrentarte al mundo. Pero te empeñas en entenderlo. Y vuelves a preguntar a la señorita del acento de seda para no faltarle en absoluto al respeto. Y vuelta la burra al trigo. Dígame, dígamelo otra vez, porque yo creo que de cañerías no sé, pero lo que sé es que gotean los radiadores. Y al rato te llama el fontanero. Perdone, sé que en casa de su madre pasa algo, pero la señorita no me lo ha sabido explicar. Y caes en la cuenta de que la vida está hecha en contra de los mayores. Ellos y nosotros.
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