Alfonso Ussía
¿Me quieren dejar en paz?
Los restos mortales de don Miguel de Cervantes descansan en un nicho del convento de las Trinitarias. Así consta y se reconoce. Cuando un cristiano fallece, los que le sobreviven le desean un largo y apacible descanso en paz. La paz del cristiano es la esperanza de una nueva dimensión vital en el ámbito del Misterio. Ese Misterio, con mayúscula, que tanto intrigaba al místico jesuita Ramón Ceñal. Descansa el alma, no los huesos. Los huesos carecen de personalidad, mérito, bondad o perversidad. Al cabo del tiempo, los huesos pueden haber pertenecido a cualquiera, y su identificación resulta absolutamente innecesaria. Por obsesiones políticas, se han gastado millones de euros en la búsqueda de los huesos de Federico García Lorca, en contra de sus herederos y familiares. ¿Acaso cambia la terrible historia de nuestra Guerra Civil si la tibia hallada o el peroné rescatado de la tierra pertenecieron a García Lorca o a un funcionario de la Dirección General de Abastecimientos? Mi abuelo, Pedro Muñoz-Seca fue asesinado en Paracuellos del Jarama. Yace en una fosa común entre sus compañeros de martirio. Los huesos de unos y otros mezclados y abrazados en la tierra. ¿Merece la pena remover el suelo y los esqueletos para determinar con ayuda de los adelantos de la ciencia que ese hueso del índice de la mano derecha es, en efecto, su hueso de la mano derecha? La Cruz que se extiende por todo el lugar de Paracuellos a todos ampara.
Los huesos de Cervantes, con toda probabilidad, comparten nicho con otros huesos. Los esqueletos desvencijados carecen de talento y sentimiento. «El Quijote» no lo escribió una costilla, ni un omóplato, ni un cúbito. ¿Qué se consigue, después de cuatrocientos años, en garantizar que la clavícula izquierda formó parte de la estructura ósea de Cervantes o que fue parte del cuerpo de un monje o un capitán de Infantería?
Los huesos son muy poca cosa. Tan sólo tienen sentido en la poesía. Hay mucho de fetichismo en la obsesión de ese hallazgo. Fueron huesos de cuerpos vivos que sostuvieron a un ser humano. Pero la muerte los ha convertido en meros objetos sin interés. La cruz sobre una tumba o en el frontal de un nicho es una identificación de respeto hacia quien murió en la fe cristiana, pero el auténtico sentido del cristianismo, no está en esa Cruz, sino en otros ámbitos incomprensibles e inalcanzables para los vivos.
Los huesos, meros objetos, también piden un poco de educación y de cortesía. Nos figuramos a nuestros seres queridos, ahí abajo, dormidos e intactos, cuando ya no son nada en este mundo. Esa es la gran ventaja de los creyentes. Que sobrevuelan la crueldad de la muerte con la vida eterna, el encuentro y la felicidad. Pero una cadera, al cabo de cuatrocientos años de descomposición, es una anécdota sin importancia.
«Aquí reposa Cristóbal Colón». Mentira. Reposan unos huesos que pudieron sostener en vida a Cristóbal Colón, al hijo de Cristóbal Colón o al sobrino de Cristóbal Colón. Colón está en nuestro pensamiento y es una gloria de nuestra Historia, pero sus restos no merecen los análisis ni las pruebas, porque se trata de una molestia que, para colmo, cuesta un potosí.
Si se encuentran los restos mortales de Miguel de Cervantes me parecerá muy bien. Si los científicos ocupados en la tarea no los hallan, me parecerá igualmente bien. Su vida es su obra, y la obra de don Miguel está viva y creciente. El ánimo, el alma, habrá encontrado su sitio en el lugar de los justos y sus huesos confundidos no son más que restos óseos de una existencia plena.
Dejemos en paz a todo aquello que fue algo y hoy no es nada.
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