Antonio Cañizares
Mes de mayo, mes de María
Muchos, quizá, han olvidado que el mes de mayo tradicionalmente decíamos que era, que es, el «mes de María», otros, posiblemente ni siquiera lo saben. En cualquier caso, en España –llamada «Tierra de María Santísima», por algo será– se siente de una manera muy particular la cercanía de la Virgen y se experimenta la alegría ante Ella, con tantas y tan entrañables advocaciones querida e invocada. Pues bien, en este mes ya iniciado y avanzado de mayo quisiera dirigir mi mirada y la de todos hacia la Virgen. Dirigimos nuestra mirada a la Madre de Dios, a la siempre Virgen María, a nuestra Señora, con tantos nombres y advocaciones amada y que tanta significación tiene para todos los españoles de todas las regiones y pueblos, y para todos los hombres. A sus pies acudimos para pedirle su auxilio, su protección, su ayuda. Dios nos concede venerarla de modo especial en este mes «suyo», de mayo, en cualquier rincón de nuestra geografía, y gozar de esa devoción filial tan tierna y entrañable como se le tiene, en cualquier parte, a la Virgen. Ante la Virgen, con verdadero cariño y confianza de hijos, abrimos nuestro corazón como se hace ante la Madre querida, derramamos nuestras lágrimas de dolor o de alegría y le presentamos nuestras confiadas súplicas implorando su maternal favor y tierna intercesión para nuestras necesidades. Y sobre todo, de una manera o de otra, a veces sin darnos cuenta, detrás de todas esas súplicas le pedimos que nos mire con sus ojos misericordiosos y nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre. Toda plegaria nuestra pide y espera de la Santísima Virgen, más o menos clara o confusamente, la salvación de Dios, y esa salvación es Jesús, está en Él, Él nos la ofrece y da.
Al pedir a la Virgen que nos traiga la salvación para nuestras necesidades o que nos muestre a Jesús, se lo estamos pidiendo también a la Iglesia, en cuyo corazón está Nuestra Señora. Mostrar de veras a Jesús, la salvación de Dios, es precisamente la misión de la Iglesia. Eso es lo que tantas gentes de toda edad y condición suplican y esperan de la Iglesia. Por eso, en este mes de mayo, mes de María, pido a la Madre del Cielo que nos lleve a conocer, amar y vivir a Cristo, a guardar su palabra, para que Dios, el Padre, y su Hijo Jesucristo nos amen y vengan a nosotros y pongan su morada en nosotros, como en la Santísima Virgen; que pensemos, sintamos, y amemos como Cristo Jesús, el Hijo de sus entrañas; que obremos como Él; que conformemos nuestra vida con la suya. Ahí, y sólo ahí, tendremos la salvación que esperamos, la dicha que anhela nuestro cansado corazón, el consuelo, el aliento y la alegría de que andamos tan necesitados en el camino de la vida. ¡Necesitamos a Jesús!, por eso, ¡necesitamos a María!
La Virgen María brilla como signo de consuelo y de firme esperanza para todos y refleja el lado materno de Dios, su ternura inabarcable. La Virgen María, madre de Jesús, nos trajo al Salvador y todo el gozo de su intercesión materna es mediar para llevarnos a Él. Bueno sería que en su cercanía y ternura oyésemos la voz de su Hijo que nos llama a convertirnos a Dios en una vida conforme a la fe; nos invita a seguirle, a ir a Él todos los que andan cansados y agobiados por la vida, para encontrar gozo, alivio, dicha y esperanza. En Ella el pueblo, cargado de sufrimientos y de culpas, entrevé el amor del Padre, el don de ese amor que es Jesucristo, en quien hemos sido amados hasta el extremo, y la comunicación de ese don y de ese amor que es el Espíritu Santo. Celebramos este Mes de mayo llenos del júbilo de la Pascua. Y ahí, en ese júbilo y ante esas imágenes queridas de Nuestra Señora, la Virgen, de nuevo como en Caná, nos dice: «Haced lo que Él os diga»: acoged la palabra de Cristo en la fe, seguidla en la vida, haced de ella la pauta inspiradora de vuestra conducta individual, familiar, social y pública.
Con todos quisiera unirme, y acudir a la Virgen querida. Para todos mi plegaria a María. Que Ella bendiga y proteja a todos; que a todos acompañe siempre en el caminar de cada uno y en el de todos en conjunto, y conduzca a Cristo, que es Camino, Verdad y Vida. Ante Ella, con toda certeza, recuerdo a todos y pido por todos. Quisiera conocer los nombres de cada uno de quienes me lean, sus vidas, sus gozos y esperanzas, sus inquietudes y sufrimientos para presentarlos a la Señora tan cercana a todos. Quiero tener también un recuerdo particular de cuantos nos han precedido: su memoria nos llena de gozo, de gratitud y de emoción. Sus recuerdos y su presencia viva evocan nuestras raíces, inseparables de la devoción y protección de la Santísima Virgen. Nuestras raíces son cristianas y se arraigan en la cercanía de la que es Madre de misericordia, consuelo de los afligidos, auxilio de los cristianos. Nuestra historia se amasa con la protección, la honra y la filial devoción de María. Nuestros anhelos más hondos, nuestros estímulos y nuestras ilusiones, nuestros suspiros y nuestras alegrías, nuestras plegarias y nuestras esperanzas no se pueden separar de la Madre. Ella también apunta al que es el principio y el fin de todo: Jesucristo. «¡Sé tú misma, España, con todas tus regiones y pueblos!». Vuelve a tus raíces y ganarás en lo más valioso a lo que puedes aspirar. Nuestros antepasados, a los pies de la Virgen, confiaron en el Señor y comprendieron la verdad. Alcanzaron la vida. Cristo es la Verdad y la Vida. Como Pilatos, tenemos delante la verdad, que es Jesucristo. Y no somos capaces de reconocerla. ¡Y la necesitamos tanto! María, sin embargo, nos la muestra: ¡acudamos a Ella!
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