José Jiménez Lozano
Meteorología evocadora
Los servicios meteorológicos, especialmente en la TV, ocupan, sin duda, el mayor interés de los televidentes, y se convierten en el mensaje más importante que recibimos a diario, porque es nada menos que la gran noticia de que pase lo que pase en el mundo, y en medio de tanto ruido, tanto ajetreo, y tanto cambio, el sol sigue saliendo y calentando, y el hielo y la lluvia hacen su presencia, los vientos soplan. E, incluso si esos elementos se desmandasen por decirlo así, esto ha ocurrido siempre, y el mensaje es el mismo, el de que por lo menos una verdad y una estabilidad existen.
En los noticiarios, que están concebidos como reportajes sobre muchas cosas juntas y revueltas, se suelen contar y mostrar más bien horrores, o, para variar, la siempre idéntica a sí misma vida política, cuyos acaeceres son perfectamente intercambiables con los del año pasado y con los del año que viene, y, como se han sobrepasado ya todos los umbrales de repetición de lo irracional, nos acaban siendo tan indiferentes como la lluvia otoñal que oímos golpear en los cristales. Y pensamos con razón, por otra parte, que, más vale que todo sea repetitivo y no haya cambios, porque éstos suelen ser siempre para peor, y mejor es quedarnos como estamos.
Los noticiarios, por lo demás, están compuestos de tal forma que hasta las peores noticias se coronan con alguna ilustración deportiva, que ya rebaja mucho, o del todo, el tenso clima creado por la narración anterior de todos los horrores que nos han contado, y las cosas quedan, como en el caso del chiste de aquel predicador que, habiendo encogido el corazón de las gentes con escenas de horrores y sufrimientos, concluyó diciendo que levantaran el ánimo, porque, en realidad, no sabía si aquello que les había dicho había sucedido alguna vez.
Esto es lo que hace la información deportiva para millones de televidentes; es decir, que les permite respirar después de haber tenido el corazón en un puño -o eso se supone-; pero es la información meteorológica la que, de por sí, tiene, para todos, la virtud de serenar los ánimos, y hacer que, a fin de cuentas, aflore la conciencia de que la vida está ahí, y el mundo sigue, como decía más arriba.
Según tales previsiones meteorológicas, ajustamos, por ejemplo, nuestro programa de fin de semana, y esto nos ofrece la grata sensación de que hasta dominamos el clima. Pero sobre todo, y de modo inevitable, lo que esas informaciones meteorológicas provocan en nosotros es algo así como la experiencia de alguna solidez. Porque, en este mundo nuestro, que a veces se nos aparece como desconcertado y sacado de sus quicios, lleno de violencia y con la frecuente sensación de que todo es mentira y nada significa nada, al menos, existe algo a lo que asirnos, y esto es el tiempo y la experiencia que de él hemos tenido, tenemos, o vamos a tener.
Así que, como al señor Proust, que cuando comía una magdalena le invadía el recuerdo del pasado, pero a nosotros también nos ocurre evocando fríos y calores, hielos y tardes maravillosas en las que nos sucedió algo tan singular que no querríamos que se hubiera puesto el sol.
Siempre, tras el noticiario meteorológico, aflora todo eso, pero aunque un día se diese un traicionero cambio climático, demasiado variable e impredecible, no pasaría nada porque continuaría habiendo algo verdaderamente estable como son las noticias a propósito de los diversos sucesos que ocurren a quienes manejan la bolsa pública, con los lógicos y antiguos efectos, también públicos, de una puritana furia y de una envidiosa admiración.
Así que los escándalos públicos funcionan, en efecto, como las magdalenas del señor Proust, el santo del día, o el romántico momento en que guardamos un nomeolvides en un libro, sólo que, en vez de todo eso, recordaremos a un señor que se llevó tranquila e inocentemente una millonada de la bolsa pública. Algo digno de recordación ciertamente.
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