Crisis en el PSOE
Miércoles de lágrimas
«César Luena tiene la llave y Susana Díaz la silicona». La frase, tan vehementemente mundana, ha ido corriendo estos últimos días por la sede de Ferraz como una mecha prendida. Y expresa lo que ocurre en el PSOE. El socialismo está fraccionado, hay de facto dos partidos, dos bandos antagónicos cruelmente enfrentados por el poder. Y, como en todo enfrentamiento, acaba habiendo un perdedor, que ayer tuvo el nombre de Pedro Sánchez.
En política, demasiadas veces se encubre lo que sólo son ambiciones y odios personales tras una pátina de sana lucha ideológica. Pero en el PSOE ya no se guardan ni las formas y se airean las fobias enredándolas con debates legítimos de ideas, tácticas y estrategias. Se han perdido el respeto personal unos a otros. Hace mucho que los mandamases socialistas se comportan así en privado, pero ahora han trasladado la riña chabacana de las bambalinas a las cámaras de televisión. Así las cosas, el partido es ingobernable y se ve mucho más todo lo que les separa que aquello que les une. El PSOE está rajado de arriba abajo, fracturado en todos los planos, con posturas tan radicalizadas que en cualquier federación los «compañeros» pueden incluso acabar a puñetazos. A eso han llevado algunos a la formación política que más años ha gobernado España en democracia. «Susana y Pedro están enterrando al PSOE», decía este sábado en su cuartel general un veterano miembro del Comité Federal mientras esperaba durante horas el arranque del cónclave.
El golpe de mano fue tan rústico que Pedro Sánchez creyó poder revertirlo contra sus críticos. Los pedristas consideran que organizar una dimisión en masa de 17 miembros de la Ejecutiva para imponerse por la vía de los hechos consumados demuestra «ganas de bulla», aunque al final haya sido determinante. Hubo incluso lágrimas entre los firmantes de esa renuncia. Dar ese paso debió de resultar muy doloroso para los miembros fieles del PSOE más reacios a situarse en un bando o en otro. Fue el caso, por ejemplo, de Micaela Navarro, presidenta del PSOE. Pero Díaz no quiso esperar más. Creyó que la jugada iba a permitirle bailar por sevillanas sobre la tumba política de Sánchez. O puede que la fosa llevase meses cavada, como afirman insignes socialistas, y que en buena medida fuese cuestión de tiempo concertar el entierro. De hecho, por los mentideros circulaban ecos de reuniones discretas de Susana Díaz aquí y allá, tanteos telefónicos, incluso «compra de voluntades», para poner fin a un fallido secretario general que ha conducido al partido a «la extenuación».
El primer tiempo de saludo lo tuvo de inmediato al valenciano Ximo Puig. Algo más le costó convencer al aragonés Javier Lambán, al asturiano Javier Fernández, al manchego Emiliano García-Page o el extremeño Guillermo Fernandez Vara. En la retaguardia, Felipe González clamaba su monumental enfado, su gran decepción. También Alfredo Pérez Rubalcaba repetía hasta hartarse eso de que «debimos echar a Pedro la misma noche del 20-D». Los mismísimos José Luis Rodríguez Zapatero y Joaquín Almunia se decían estupefactos. Al final, todos los ex secretarios generales del PSOE vivos bajaron a la arena política y entraron en la refriega, a riesgo de perder el pedestal de «auctoritas» donde les han colocado los militantes socialistas durante años. «La crónica negra en la que se ha instalado el partido impide a cualquiera que quiera al PSOE mantener una posición equidistante», asegura un diputado socialista.
La provocación de Pedro Sánchez, buscando cualquier excusa para obtener una prórroga al frente de sus siglas pese a las sucesivas derrotas electorales, fue lo que llevó a sus detractores a «la opción del botón nuclear». Han perdido la paciencia ante un secretario general dispuesto a utilizar cualquier treta dialéctica al alcance de su mano para satisfacer sus intereses personales. Así se justifica desde el sector susanista el haber roto la baraja de forma tan abrupta. Pero la hace todavía más peligroso.
Desde luego, el órdago que lanzó en la noche del viernes a sus adversarios internos, ese «o Rajoy o yo», con el que encauzar el debate en una línea que le favoreciese, evidencia que no le ha temblado el pulso a la hora de tratar con sus críticos. Porque les ha colocado en la difícil papeleta de desmontar ante la opinión pública la idea de que actúan como derechistas dispuestos a acabar con la autonomía del PSOE para dejar gobernar al PP. Es decir, como verdaderos traidores a sus siglas. El pedrismo ha traspasado cualquier línea roja que, por lealtad, no se puede cruzar entre compañeros de afiliación. Aunque estemos ante la peor guerra: la fratricida. Todo apunta a que los pasos dados por unos y otros, y tras la dimisión de Sánchez ayer, harán duro el camino para revertir la ruptura.
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