Cristina López Schlichting
Monopolio educativo
En la Historia más triste de España hubo tres caballos de batalla que partían el país en dos: la cuestión agraria, la religiosa y la educativa. La primera ha perdido sin duda actualidad, seguramente al ritmo que lo ha hecho también el campo como ámbito productivo. De hecho, nos dan cierta pena los sindicalistas que ocupan fincas de vez en cuando. La cuestión religiosa es como el Guadiana, renace o no según les da a los dirigentes de turno. Ahora parece remansarse. La que sigue activa es la cosa educativa. Histórica y políticamente su exacerbación casi coincide con la rítmica expulsión de las órdenes religiosas de los colegios, la última vez en la Segunda Republica. Porque hay sectores sociales que no consideran las escuelas o universidades lugares de estudio y búsqueda de la verdad plural, sino de ingeniería social monocolor. Los representantes de esta corriente no se sienten autorizados a enseñar porque conozcan bien el latín o las matemáticas, sino porque procuran cambios sociales que consideran revolucionarios. Entre ellos, la primacía de la autoridad del Estado sobre la de las familias; la interpretación de la realidad desde la lucha de clases o la concepción iluminista de la cultura. Esta versión mesiánica de la escuela explica la figura del maestro «profeta». Hay toda una clase que se considera dueña del sistema de enseñanza y se enfrenta incluso al poder democrático. Cree tener una autoridad natural, casi mágica, y una función redentora que, entre otras cosas, es muy cargante. No sé cómo se les puede sacar de las aulas, pero estoy harta de que monopolicen las aulas.
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