Martín Prieto
Mortadelo y Filemón
Edgard E. Hoover se encastilló en la dirección del FBI cuando asesinó en una celada al mítico atracador de bancos John Dillinger y falleció décadas después en el mismo cargo. Hay periodistas que estiman que dar información es perder poder, o que valen más por lo que callan que por lo que cuentan. Extravagante manera de hacer periodismo ésta de ocultar información. Hoover magnificaba esas máximas, lo que le hizo inamovible hasta para los Kennedy, que le aborrecían. Periodistas estadounidenses pasaron meses rebuscando en sus cubos de basura y sólo sacaron en limpio que ingería píldoras contra los flatos. Pudo así preservar su homosexualidad, a su marido como subdirector de la oficina y sus fiestas privadas en las que se travestía. El presidente Johnson no podía dormir sin hojear los informes sentimentales sobre Hollywood que le abastecía el gran patrón de la moralidad americana. Nada novedoso. Con el general Manglano al frente de nuestra Inteligencia se espió desde al Rey hasta a Ramón Mendoza. El vicepresidente socialista Narcís Serra externalizó el servicio de «huelebraguetas» contratando a la agencia norteamericana «Croll» para que dejara desnudo a Mario Conde. La política catalana, en la que se espían los unos a los otros y a veces entre ellos mismos, es tan zafia que mueve a risa y al sarcasmo. Y, como nos cuenta Arcadi Espada, van a pinchar el florero del único restaurante barcelonés en que se come mal. La grandeza institucional de Mortadelo y Filemón investigando los viajes a Andorra y viejas amantes despechadas. Y es que los más apasionados por los secretos son los que no saben guardarlos, y como escribía Voltaire: «El que comunica un secreto ajeno es un traidor, y el que dice uno propio es un necio». Va a resultar verdad que el problema catalán es lingüístico: aunque prevalezca el catalán sobre el arameo, los políticos catalanes no saben callarse ni ser discretos; correveidiles de gallinero caen en los micrófonos que ellos mismos se colocan a cuenta del partido.
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