José Antonio Álvarez Gundín

Muerte de un héroe

Al padre Miguel Pajares le habría gustado saber que sus últimos días, con los que ha culminado el mayor acto de heroísmo que cabe en una persona, como es entregar su vida para salvar la de otros, también han rendido un servicio impagable a todos los españoles. Haberlo traído a nuestro país ha sido un acierto y un privilegio porque nos ha dado la ocasión de dignificarnos como comunidad y de reivindicar los principios éticos como guía de conducta. Su combate contra el ébola nos ha sanado, aunque sea provisionalmente, del virus del sectarismo y ha establecido una tregua en la disputa política. Hasta los profesionales del navajeo partidista y del odio emboscado en Internet han suspendido las hostilidades. En torno al misionero hemos pactado un consenso espontáneo y sincero, tal vez porque todos necesitamos una figura ejemplar que nos rescate de una sociedad vapuleada por la corrupción, la golfería y la incompetencia. Pensar que el padre Pajares es uno de los nuestros nos redime de la cochambre moral que exhala tanto personajillo público y nos devuelve la auténtica escala de valores que nunca debimos perder en los días de las vacas gordas. Su muerte no ha sido en vano y ha servido, además, para recordarle al progresista Obama que es una indignidad ocultar un suero que puede curar el ébola hasta que el virus ha infectado a dos norteamericanos. Conviene recordar que el número de muertos por la epidemia superó ayer la barrera de los mil. Si de aquí en adelante, gracias a ese medicamento miles de africanos logran salvar sus vidas, no será mérito del presidente norteamericano, sino de un cura ejemplar llamado Miguel Pajares, que con su coraje y su agonía ha desenmascarado la impostura de las naciones poderosas.