Ángela Vallvey

Nación

Para Lord Byron un siglo se queda corto para formar un Estado, mientras que en una hora puede ser reducido a polvo. Las naciones suelen constituirse con mucho trabajo y a lo largo de mucho tiempo. Las naciones han sido garantía de paz, y aval seguro de guerra, desde siempre jamás. Cánovas del Castillo se desgañitaba diciendo que las naciones eran obra de Dios, pero una se teme que lo son de los seres humanos, hechas a su imagen y semejanza: invariablemente imperfectas. Los que entendieron qué era eso de la nación fueron los británicos con la creación de la «Commonwealth of Nations», o Comunidad de Naciones. Dicha expresión es el afortunado invento de lord Rosebery, que desarrolló la idea mediante una serie de discursos que pronunció en su visita a Nueva Zelanda y Australia hacia 1884; fue su forma de establecer un modelo ideal en las relaciones del Imperio Británico con sus colonias. Se atrevió a aventurar un Imperio Británico que fuese «una gran comunidad de naciones». Avanzado concepto. El propio Reino Unido, como su nombre indica, está constituido por varias naciones en un solo Estado. En España, sin embargo, no logramos desprendernos del ropaje decimonónico del nacionalismo, ligado más bien al rencor regional, el aborrecimiento endógeno y la división social. La pulsión de los nacionalismos en España es la herencia de nuestro tradicionalismo romántico, de tintes folklóricos, que equipara identidad, nación y «derechos históricos» con modernidad. La propuesta romántico-conservadora de la identidad colectiva constituye una perenne fuente de culto político desde el XIX hasta ahora. España ha forjado, mediante disgustos y atrasos históricos sucesivos, su propia anti-Commonwealth interna y/o ultramarina. Pero lo que no consiguieron las aspiraciones nacionalistas en el XIX –su siglo, su apogeo, su momento–, ¿podrían conseguirlo ahora...? (No sé).