José María Marco
Nación, libertad y perdón
Por fin se celebró el acto de Durango, con los presos etarras recién excarcelados, algo que resulta difícil de comprender. Es cierto que no se conocía su contenido, y también lo es que había sido convocado en un recinto privado. Ahora bien, el hecho de homenajear a unas personas culpables de 309 asesinatos, así como el haber convocado a los medios de comunicación, parecía evidenciar que uno de los objetivos del acto era celebrar, o «enaltecer», la trayectoria criminal de los etarras. Por tanto, resulta difícil comprender la autorización de jueces y fiscales. Y no porque no haya motivos para ello, que sin duda los habrá, sino porque esos mismos jueces y fiscales no sean capaces de aducir otros, igualmente respetables, para impedirlo. Las elites intelectuales y políticas de nuestro país se han esforzado durante décadas en escindir la palabra España de los conceptos de justicia, libertad y derechos humanos. Estaría bien que empezaran a hacer el esfuerzo intelectual y moral de cambiar esa vieja costumbre. Es insostenible hoy en día, como se vio en Durango, y está desprestigiando a esas mismas elites ante la opinión pública.
Por otro lado, lo ocurrido en Durango también ayuda a entender la relación entre el terrorismo etarra y la nación nacionalista vasca. Los rostros de los terroristas excarcelados revelaban, aparte de los motivos de escenografía política que ha hecho notar aquí J. M. Zuloaga, un sufrimiento extraordinario. Está claro que los etarras han llegado muy lejos, lo más lejos que se puede llegar, en la deshumanización y la experiencia del dolor. La petición de perdón dirigida a las víctimas y al conjunto de la sociedad española les colocaría en el camino de recuperar algo de dignidad en unas vidas destruidas hasta el punto que no parece sostenerlas más que el odio, el odio a sí mismos. También les ayudaría otra petición de perdón: la que les debería hacer el conjunto del nacionalismo, o la nación vasca, por haberles inducido a perder la vida como la han perdido. Dejar que esos tontos útiles finjan la reivindicación de una trayectoria sin sentido es puro cinismo. Por el otro camino, la nación vasca empezaría a cobrar alguna verosimilitud, más allá del grupo tribal basado en la exclusión y en la mentira. Una nación, una nación de verdad, no se funda en el odio. Se funda en el perdón y en la reconciliación. Pero eso, claro está, supone dejar atrás la monstruosidad del nacionalismo, tan rentable –por otro lado– en la España de los últimos cuarenta años.
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