Ángela Vallvey

Natura

Los que somos de campo aprendemos a amar la naturaleza desde niños. Ni siquiera recordamos el momento sagrado en que descubrimos, como Ronsard, que la naturaleza siempre es mejor que el arte. Es la madre naturaleza quien nos regala belleza seductora o nos convierte en unos adefesios, pues también, como dicen los americanos, «Mother Nature is a bitch» (les ahorraré la traducción. De nada).

Baudelaire, que pasaba el tiempo jugando a «épater le bourgeois», a pasmar al burgués, decía que le habría gustado contemplar praderas de color rojo, ríos amarillos como el oro y árboles azules. Si hubiese nacido más tarde habría descubierto los estériles valles rojizos de Marte, los océanos de gas extraterrestre que retratan las sondas espaciales y, ya puestos, al bello replicante de «Blade Runner» confesando: «Yo he visto cosas que nunca creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhäuser...». La naturaleza puede con todo porque lo es todo. La fuerza de lo natural es la de la vida, al menos en el planeta Tierra. Plantas, altas cumbres. Ríos y veredas. Lejanías y claros del bosque. El albor del día que se derrama en un valle. En la naturaleza todo respira y bulle lentamente. ¿Qué es una roca? ¿Qué es una flor? ¿Qué es el aire? Los que amamos la naturaleza nos sorprendemos un día, seguramente en la infancia, haciéndonos esas preguntas. Es el amor a la naturaleza lo que impulsa el afán de conocimiento del ser humano. El instante en que miramos un trébol de agua y nos preguntamos qué es la vida. La tarde en que vimos de cerca una perdiz blanca o descubrimos el mar y nos quedamos aturdidos, incapaces de saber y, a la vez, comprendiéndolo todo de repente.