Julián Redondo
No abdica
Djokovic, el cielo puede esperar. El «Grand Slam» que cada mes de junio en París le cierra las puertas a punto de cruzar el umbral tiene amo y señor: Nadal, el rey de la tierra, que no abdica. Al alba de cada torneo, lo haya ganado o no, ni se le ocurre aludir al triunfo final. Mucho antes que Simeone predicó eso del partido a partido y, una vez que muerde el trofeo, como esa novena Copa de los Mosqueteros que abrazó hasta casi fundirla porque nadie como él la puede sentir tan suya, no alude a la «Décima», obsesiva conquista futbolística hasta que cristalizó. Ni por asomo hace referencia a esa décima que está a su alcance, en su horizonte más próximo si se lo propone y la salud lo permite, que los rivales, se ha visto, no pueden evitarlo. No es fácil ganar un Roland Garros. Es complicadísimo. Djokovic, tenista excepcional, da fe de ello. «Nole» es un jugador tan fantástico que, como Federer cuando lloró de impotencia en Australia mientras el verdugo de su época celebraba la enésima conquista, hace que las victorias de Rafa adquieran una dimensión gigantesca, tan extraordinarias que le convierten en único. Sumar nueve Roland Garros, cinco consecutivos, es imposible... Él lo ha hecho. No conoce límites; comparte esa inmortal exclusividad del Ave Fénix: recuperó el número uno del tenis mundial después de estar siete meses lesionado. Y lo mantiene, de ahí la decepción de Djokovic tras la derrota, abatido como nunca, mientras la emoción de Rafa, lágrimas compartidas, trascendía la Philippe Chatrier. El día que abdicó Don Juan Carlos, dijo Nadal que le estaría eternamente agradecido, «es un ejemplo de rey». No ahorró calificativos cariñosos hacia el Monarca: «He tenido la suerte de conocerle. Siempre me ha hecho sentir bien». Rafa, comprometido al máximo, como cuando compite, es un ejemplo de persona y un deportista ejemplar. Jamás se rinde. Ni hubo ni hay otro en España como él.
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