Manuel Coma
Obama y el mundo
El mundo hoy presenta algunas diferencias respecto al que Obama heredó, en parte debido a él, si bien él ha sido afectado por los cambios a los que contribuyó con sus utópicas creencias izquierdistas de veinteañero progre de los ochenta. Creencias con ramalazo antioccidental, de tinte tercermundista, de autoflagelación y «meaculpismo» americano, música celestial para los oídos de sus correligionarios ideológicos, los Zapateros europeos, como los parlamentarios noruegos, que se lanzaron en caída libre para premiar sus primeros discursos con un Nobel de la Paz, o nuestra Leyre Pajín, que creyó ver en la contemporaneidad de ambos líderes una conjunción sideral que alteraría el universo. No iba desencaminada, llegó a ministra, lo que marca una diferencia. Otra obvia respecto a sus inicios es que la «obamolatría» ha caído en desuso, cuando no es condenada como apóstata.
En el mundo de hoy América ha encogido un tanto, su presencia no es tan importante, su liderazgo muchos lo echan de menos aunque pocos se atrevan a decirlo paladinamente y todos se preguntan si se trata de algo pasajero, si volverá a ser la que era. Aun concediendo que las tensiones bushistas de Irak y Afganistán, por las que su partido tanto hizo y él tan inescrupulosamente explotó, había que moderarlas, no era imprescindible que se tomara venganza del manifiesto error demócrata al proclamar el fracaso en Irak, convirtiéndolo en realidad con una retirada rápida y total. Literalmente consiguió arrancar la derrota de las fauces de la victoria. No era una victoria muy rotunda, pero podía consolidarse con una presencia de unos 20.000 soldados, que Bagdad deseaba. Su ausencia está sumiendo de nuevo al país en el más abyecto terrorismo y lo ha convertido en la avenida de tránsito del esfuerzo militar iraní a favor del régimen sirio, y ésa es una desafortunada diferencia en el convulso Oriente Medio. En cuanto a Afganistán, todo parece indicar que se ha emprendido la misma ruta, con las graves repercusiones que eso puede tener para el inflamable Pakistán y alrededores.
Sus esperanzas de que un conflicto tras otro se rendirían a sus pies gracias a la retórica que le valió el Nobel se han esfumado. Al poco de llegar al poder se abstuvo de criticar las manipuladas elecciones iraníes y consiguiente represión, pero los ayatolás nunca lo premiaron con avances en las negociaciones nucleares. Su bonito discurso en El Cairo por las mismas fechas (junio del 2009) ha sido enterrado por la Primavera Árabe que lo dejó sin saber qué hacer, acabando por apostar por la Hermandad Musulmana en su calidad de islamistas no violentos, que traerían al redil a los yihadistas, lo que ha llevado a Egipto a donde ahora está. También se atrevió temerariamente con el problema israelo-palestino, levantando ronchas en ambas partes. Con Rusia soñó con un «reinicio» («reset»), pero los reiniciados no estaban por la labor y Putin lo dejó sin pan ni agua. Las relaciones fueron helándose. El congreso impuso sanciones a Rusia por su historial en derechos humanos (caso Magnisky) y la acogida en Moscú a Snowden fue el colmo para el hombre de la Casa Blanca. En la reciente reunión del G-20 en San Petersburgo se dedicó a esquivar a Putin, que lo dejó ante los leones en el tema de las armas químicas sirias, sólo para, inmediatamente después, aprovecharse de su desvalimiento por la espectacular torpeza con que había gestionado todo el asunto a la vista del entero mundo, echándole un cable que le salvó la cara ante sus incondicionales, pero que ha dejado al ruso con el control del tema y a Obama con su reputación internacional hecha pedazos.
Lo que ha exhibido como su gran logro en política mundial, la caza de Bin Laden y la definitiva derrota del terrorismo islamista es mucho menos de lo que pretende. Al líder de Al Qaida llegó por caminos iniciados por Bush, con métodos que él denigró, contrayendo una deuda que nunca ha tenido la elegancia de reconocer. Su método de elección en la lucha contra los terroristas han sido los ataques desde aviones teledirigidos, que hereda también de Bush y que él ha cuadriplicado y se niega a regular. Hace pocos meses repitió algo parecido a la sumamente prematura y muy ridiculizada proclama de Bush del final de las operaciones militares en Irak. No en la cubierta de un portaaviones, sino en la washingtoniana Universidad Nacional de la Defensa, Obama declaró terminada la gran guerra contra el terrorismo, cuyo nombre siempre ha eludido pronunciar. Nada más lejos de la verdad.
Su gran aportación estratégica, el «giro hacia Asia», carece de soporte militar.
En la sesión anual en curso de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el cuchicheo de rebotica de líderes y altos diplomáticos de todo el mundo ha sido el empequeñecimiento de Obama y el punto al que está arrastrando a su país.
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