Manifestación

Oficio de difuntos

La Razón
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Seguir la manifestación del sábado en Barcelona provocaba eczemas en cualquier espectador adulto. Han pasado ya dos días, tres cuando lean esto, y soy incapaz de no regurgitar el pasmo. Las autoridades demoradas a varios kilómetros de la cabecera. No sea que los niños interpelen por el significado de la democracia representativa. El grito, tan repetido, que niega el miedo. Como si temer al ogro fuera antimoderno. En realidad solo los locos, los fanáticos, ignoran con olímpico desprecio una emoción crucial para la supervivencia. El parlamento de la Sardà, a la que tanto quisimos, y el rítmico embrujo, esta vez soterrado, del ustedes que pueden negocien, guapos. Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, que según Europa Press veía «legítimas» las esteladas: «En una manifestación tan grande hay libertad de expresión y mucha gente sale con sus símbolos y con cuestiones complementarias». Será que en las manifestaciones más pequeñitas y en las concentraciones prêt-à-porter la libertad de expresión encoge. Nada que discutir respecto a las «cuestiones complementarias». Allá cada cual con sus fetichismos. Aunque agradeceríamos si los dejan en el dormitorio. Vimos a Mariano Rajoy junto a una señora con hiyab, ese pañuelo tan coqueto y emancipador. Tan siglo XXI. A su lado el Rey, objeto de mofa e insultos. Igual que el presidente de los españoles. Mientras las esteladas, situadas tras ellos, enmarcaban la escena con simpática iconografía rebelde. Porque de eso iba el asunto. De exhibir llaveros frente a la cámara. De afearle a Occidente la islamofobia mientras peatones con vetas de bondad a punto de nieve apuntalan la revolución en ciernes y el resto hace la ola con impagable duende. Había que mostrar el naipe multicultural, sea lo que sea. Había que regurgitar cadáveres y, entre todos, hacer Estado. En la patria del diseño, capital del buen rollo, incluso las matanzas mutan en verbena. Cualquier romería sirve para reivindicarnos. Nuestros muertos, decían. Ustedes ponen las armas, nosotros los fiambres. Qué fogata de vanagloria. Qué ensalada de hipocresía. Qué exhibición de fingimientos. Qué manera de aprovechar el dolor y, convenientemente liofilizado, usarlo a discreción. ¿Cómo decirlo? Ah, sí, refranero mediante. O sea, del cerdo hasta los andares. Y así fue la hora en la que Barcelona se deshonró a sí misma, y deshonró a las víctimas, mientras cambiaba el homenaje por un plató donde desplegar las mejores y más fibrosas performances a este lado del pensamiento líquido. En vano el viajero señaló las muestras de empatía, las perseguidas huellas de una reivindicación integradora, los emocionantes ejemplos de una fraternidad con el agua al cuello. El independentismo disuelve cualquier posibilidad de armar una ciudadanía democrática y, al mismo tiempo, ceba el bestial narcisismo de quienes confunden pasarela y cementerio. Como la hierba segada por el caballo de Átila, nada crece o respira bajo el monocultivo publicitario de la arcadia danesa, orilla del Mediterráneo. Si todo puede robustecer y engordar el nutrido argumentario xenófobo, era inevitable que con las vísceras de los muertos le dieran al manubrio de hacer patria. Sin novedad en el frente y el nacionalismo a lo suyo. Oficio de difuntos.