Luis Suárez

Pablo VI y España

La beatificación de Pablo VI, coincidiendo muy significativamente con la de Álvaro del Portillo, da a los historiadores oportunidad para aclarar ciertos puntos. No hay duda de que, al recibirse en España la noticia de su elección, algunos ministros se mostraron hostiles ya que las relaciones de Montini con la democracia cristiana, años atrás, despertaban en ellos desconfianza. Franco personalmente hubo de imponerse en un Consejo de Ministros para decir que el Papa es Vicario de Cristo y como tal debe ser amado y reconocido. Punto final. En aquel momento varios ministros y altos funcionarios del Régimen pertenecían al Opus Dei garantizando los valores católicos, aunque sufriendo a cambio el daño de que desde ciertos sectores políticos se formularan ataques calumniosos contra la Obra. Ahora las cosas han quedado claras y el Papa lo ha explicado con términos rotundos: el Concilio Vaticano, que debe a Pablo VI el éxito final, ha marcado muy claramente las líneas esenciales a que los católicos deben acomodarse, insistiendo en la libertad religiosa, ahora amenazada en muchas partes, y sobre todo en el amor a los pobres. El medio siglo que ahora nos separa del Concilio es una de las etapas históricas en que se registra mayor incremento de la caridad. No debemos dejarnos engañar por los detalles simplemente cuantitativos que a Europa tanto afectan.

La Iglesia se encuentra en mejores condiciones para llevar a cabo esa tarea que los documentos conciliares señalaban, penetrar en las venas de la sociedad haciéndola madurar en la búsqueda de un entendimiento. España había respondido a las enseñanzas conciliares, promulgando por primera vez una Ley de libertad religiosa que reconocía a todos los seres humanos el derecho a prestar a Dios la obediencia que su propia fe representaba. Y en enero de 1969 se haría pública la noticia de que el ministro de Justicia, Antonio Oriol, había entregado a la comunidad judía un decreto que declaraba nulo aquél que los Reyes Católicos firmaron el 31 de marzo de 1492. Los judíos volvían a estar en Sefarad en condiciones de igualdad como nunca tuvieran. Sin embargo, es indudable que entre el Gobierno autoritario y el nuevo Papa se produjeron momentos de distensión y falta de entendimiento que conviene puntualizar. Quiero destacar dos detalles. Era embajador en el Vaticano Antonio Garrigues, persona de extraordinarias condiciones que nunca había mostrado ni la menor intención de abandonar su liberalismo humanista. En Washington y en Roma desempeñaría papeles que superaban los límites de la diplomacia; era uno de los pocos embajadores que podía escribir directamente a Franco cuando la ocasión lo requería. De otro lado, cuando se publicó la encíclica «Populorum Progressio», Franco comentó privadamente a su primo Franco Salgado que «me ha gustado muchísimo más que otras que tanta sensación causaron a la Humanidad». Personalmente, tuve ocasión de que se me mostrase el ejemplar que el generalísimo empleó; en él subrayó numerosas expresiones y puso al margen signos de admiración. En aquel momento, promulgada ya la Ley de Principios del Movimiento, suprimidos los obstáculos al protestantismo y preparado el camino para el cambio de Régimen mediante el reconocimiento de la legitimidad de Juan Carlos, España estuvo en condiciones de ocupar por primera vez un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Pero entonces llegamos al punto clave: ¿de dónde procedía la falta de entendimiento? En una de sus cartas personales, Garrigues explicaba al Caudillo (se trataba de un título considerado oficial) cómo al hacer entrega a Pablo VI de la Ley de Principios del Movimiento, éste había trazado la señal de la cruz, aclarando, sin embargo, que mucho le debe la Iglesia, pero las cosas tienen que cambiar. Para el Pontífice y toda la Curia, mantener el autoritarismo era un error y muy grave. El historiador no tiene más remedio que reconocer que la razón estaba enteramente del lado del Papa: la hora de los autoritarismos había pasado y era necesario, con la Monarquía, entrar por las sendas de la libertad.

La dimisión obligatoria de los obispos a los setenta y cinco años de edad anunciaba un gran número de vacantes inmediatas. Pablo VI quería cambiar la orientación de la que formaría una Conferencia Episcopal, y pidió a Franco renuncia al sistema de las seisenas. Éste no privaba al Pontificado del derecho a elegir los titulares, pero obligaba a comunicar los nombres para que el Gobierno manifestase las dudas o defectos que para él pudieran significar. Garrigues, como muchos de los obispos querían que Franco aceptara la renuncia, pero éste presentó una objeción ya que las seisenas formaban parte del concordato; para suprimirlas era necesario sustituirle por otro nuevo con la categoría de ley fundamental. Y esto es lo que la Curia no quería aceptar, ya que los otros artículos del concordato garantizaban los derechos del clero. Y de ahí surgió un mal entendimiento que nunca se solucionó. El Gobierno español temía los avances del progresismo que políticamente se dirigía a la izquierda y moralmente presentaba defectos muy serios.

Garrigues hizo cuanto pudo para conseguir una rectificación del Gobierno español, pero no pudo conseguirla; el tiempo se echó encima. A la Curia le preocupaba el futuro; si la Transición permitía llegar al poder a partidos desviados del catolicismo, el concordato podía ser un peligro en sus manos. Algo que Juan Carlos I, apenas llegado al trono, consiguió resolver. Ahora se alzan voces injustas que reclaman también la supresión de los legítimos acuerdos con la Santa Sede. Conviene poner la vista en el pasado y evitar errores. La Iglesia es hoy una de las venas de salubridad en la sociedad española.