Cristina López Schlichting

Patria

La Razón
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Es indispensable leer «Patria», de Fernando Aramburu. Si aún no le han hablado de esta novela de Tusquets, o si duda, léame. El terrorismo de ETA fue mucho más que una lista de casi mil muertos. Por detrás de las bombas, un pueblo se corrompió a fuerza del odio de unos cuantos. A medida que las familias se contagiaban de la perversa ideología criminal, se abría un abismo entre partidarios de las víctimas y partidarios de los agresores. Y, a su vez, unos y otros enfermaban por muy diversas razones. Unos se hacían paranoicos por el recelo sistemático, otros mentían para disfrazar lo que hacían, crecían la envidia y el rencor. La gente se espiaba tras los visillos, se delataba mutuamente, se criticaba. Miles de niños crecieron con la pena de los parientes muertos, con sentido de culpa, con complejos y desconcierto. Las dolencias psiquiátricas y físicas hicieron estragos. Todo esto, de una forma amena, magistralmente narrado, es lo que cuenta Fernando Aramburu. Con ello no sólo presta un servicio impagable a la literatura española, sino que consolida un retrato honesto del horror social que supuso el nacionalismo terrorista.

No podía ser otro que un vasco nacido en San Sebastián quien reconstruyese el interior de las casas y las familias. Porque domina el euskera y lo explica, porque sabe contar lo que vivió. Durante años, en mis viajes mensuales a Euskadi para escribir reportajes para los periódicos, he conocido historias cotidianas atroces, que no me cabían en las crónicas, pero que eran mucho más explícitas que las noticias sobre coches explotados o tiroteos. Las narraciones de los guardias civiles de Inchaurrondo, que recogían por el monte los miembros descuartizados de sus compañeros. O el testimonio de la viuda que no le dijo a su hijo que su padre había sido asesinado por ETA hasta que cumplió 18 años, para que no fuese sometido a burlas u ostracismo en el colegio. El caso del tío de la primera ertzaina mujer asesinada, que me dijo que no quería hacer declaraciones porque prefería que «hubiese paz». Con el cuerpo de la sobrina caliente en el tanatorio aún. Siempre me pregunté de qué paz hablaban algunos. «Haya paz», repetían condescendientes. De qué catolicismo charlaban ciertos curas que mencionaban dos bandos (otros eran héroes, como el hoy monseñor Munilla, al que arrojaban pintura los etarras en el pueblito donde tenía su parroquia entonces). De qué democracia peroraban los que ensalzaban el terrorismo.

Fernando Aramburu recorre las vidas privadas de las familias vascas de los años peores del terrorismo y nos deja con la boca abierta. Por tanta maldad y por tanto efecto que la maldad tuvo, expandiendo como círculos concéntricos su ponzoña. Envenenando amistades, rompiendo parejas, enfrentando hermanos, destruyendo pueblos. La mirada del escritor sabe detenerse además sobre unos y otros, poniendo raíces, indagando mecanismos de cobardía o interés o banalización. De esta obra maestra de Aramburu salen muchos ecos de Hanna Arendt, en efecto, y muchas reflexiones para todos. Sobre nuestra responsabilidad en la relación con la maldad.