Toros

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Porno taurino

La Razón
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Nadie esperaba que llegase un poeta, como entonces, a rematar una letanía de dolor por la sangre derramada. Ya apenas se escribe por nadie. No sé si faltan poetas o sobran personas. Pero la prosa putrefacta nos sacó del engaño apenas cuando desembocaba. Ahora se relata a la contra porque el odio es el que mueve el mundo, sobre todo en las cloacas de las redes sociales, donde abunda la contagiosa enfermedad de la peste. No es un reducto de gente que se hace llamar animalista el que nos saca las vergüenzas –ahí hay de todo y no hay que caer en la simplificación del estereotipo–, sino una legión de malnacidos que hoy la toman con un torero y mañana con el que sea señalado con una cruz por sus huestes. La Santa Inquisición embozada en el capote virtual. Cualquier animal es más noble que estos que dicen defenderlos. Para ellos, el hombre es ya el final del eslabón que sólo aspira a extinguirse. Una cornada vale. Más que animales racionales son bestias a los que la Justicia debería darles matarile de multa o de cárcel antes de que nos asesinen de asco. Hasta aquí hemos llegado. Luego llegan los ácratas de pacotilla a defender la libertad de expresión con argumentos como que hay que contextualizar el insulto o la ironía como si un muerto estuviera para descifrar veleidades semánticas, giros léxicos o entonaciones furibundas. Si estuviéramos medidos por el mismo rasero, si la mano que teclea en estos momentos no estuviera atada al límite de lo que se puede pronunciar en voz alta, este artículo sería impublicable. No puedo llamarles lo que me gustaría. ¿O sí? Pero si ya es una aberración pensar en privado las cosas que se han escrito, ¿cómo hemos de tildar a lo que ya está dicho en público y el daño que ha provocado en los familiares, en los amigos o en los admiradores del diestro que perdió la vida? No tienen que entender lo que es el toreo, de hecho ni yo mismo acabo de engarzar el misterio de que un hombre salga a una plaza con la sabiduría de la muerte en el entrecejo. Pero que los dejen en paz. ¿Qué nombre puede recibir aquel que se alegra del trágico final de un ser humano? ¿Qué pensarán de ellos sus mujeres, sus maridos, sus madres, los colegas con los que apuran una cerveza? Los últimos héroes de nuestro tiempo se abrasan en el rencor mientras media España toma ya un helado de chocolate a la hora pegajosa en que los dioses se llevan a sus discípulos. Piden respeto. Como cualquier mortal. Las redes se han convertido en un bazar porno donde la agresión y el manoseo están consentidos, un carnaval salvaje de purpurina reseca y extravagante. La jauría se asienta en el burladero y espera sigilosamente a entrar a matar. A quien sea. La vida de un torero o de una víctima de ETA valen lo que se tarda en escribir un tuit. Ciento cuarenta carácteres para fabricar una bomba casera. La red es el gratis total. También para el mercadeo del honor.