José Luis Requero

Prejuicios

Se cuenta del presidente de un tribunal que al inicio del juicio dio la voz: «¡Qué entre el condenado!». No el acusado, procesado o imputado: el condenado. Ignoro si el hecho es cierto o una leyenda judicial, pero se toma como paradigma de prejuicio: de poco vale lo que se ventile en el juicio, las pruebas que se practiquen, lo que se alegue o deje de alegar, que el juez ya tiene tomada su decisión. Chascarrillos aparte, prejuicios así son cotidianos, no en los tribunales sino en la opinión pública. En lo judicial, afortunadamente, rigen la presunción de inocencia y el derecho a un juicio con todas las garantías. Ciertamente, los hechos que se juzgan podrán venir de la instrucción muy encarrilados –hay imputados, procesados– pero si en el acto de juicio quien acusa no es concluyente o presenta pruebas endebles, la sentencia será absolutoria.

Este esquema puede quebrar de varias maneras. Por ejemplo, a base de operaciones policiales espectaculares, tan propicias para titulares periodísticos pero que pueden estar cogidas con alfileres y si el juez deja en libertad o absuelve, ya se sabe quién se lleva la mala prensa, o peor aún: hace unos meses un sindicato policial defendía sin tapujos su legitimación –el de la Policía– para filtrar datos de la investigación si es que –según su criterio- el juez no actúa al gusto policial. Esto nos lleva a las filtraciones. Ya sea policiales o de parte, siempre son interesadas, un medio muy común para crear prejuicios cuando no instrumentos de desprestigio, presión, amenaza o extorsión.

Predispuesta así la opinión pública, cuando se celebra el juicio ya hay un prejuicio, una condena social. La gente quiere ver en el banquillo al condenado, a su condenado; o ve indignada cómo se sienta en el banquillo a un inocente, a su inocente. Hecho el juicio paralelo, la sentencia nace deslegitimada y recibirá contundentes críticas por parte de quienes ven que el juicio de los jueces no coincide con el que han venido sosteniendo durante meses y meses. Deslegitimado el juicio legal, el Estado de Derecho queda sustituido por el Estado de opinión y cunde la idea de que las leyes son una cosa y la realidad otra, ¿cómo solucionar esto? En una sociedad abierta y con una prensa libre, se corre el riesgo de querer poner puertas al campo, como lo es convencer a la opinión pública de que indicio no es condena. El secreto sumarial ayuda a proteger, pero una vez levantado el sumario se convierte en un serial por entregas y sólo cabe estar a la autocontención, al respeto a la fama de quien se ve involucrado en una investigación judicial. Otra cosa es que nuestro sistema procesal penal propicie este tipo de fenómenos.

Si la instrucción penal se burocratiza, se eterniza, es un ir y venir de informes, declaraciones y, entre tanto, se emplea para ir ajustando cuentas, el juicio –que es donde se hace justicia– queda en un trámite. Y no digamos si entre medias hay prisiones provisionales o se identifican procesamientos o imputaciones con sentencias de condena. Habrá, por tanto, que ir a un proceso con una instrucción claramente instrumental, que no se eternice, dirigida por quien acusa, con una Policía claramente subordinada y a las órdenes del instructor; un proceso en el que quede bien claro que donde se va a dilucidar todo y sin dilación es ante el tribunal que juzgará al imputado o al procesado.

Reformas debe haberlas pero con advertencias. Por ejemplo, quizás sea lo lógico que el fiscal instruya, pero mientras tengamos una Fiscalía gubernamental, ese remedio será temible. Y no se olvide que si algún problema –y serio– tenemos es que la corrupción no es algo precisamente aislado, aflora con cada vez más intensidad y afecta a políticos por igual. Ante esto, sería desastroso que las patologías actuales del proceso penal se pretextasen para justificar una reforma al gusto de una élite política.