Restringido

Princesa

La Razón
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Aunque el mundo está lleno de tarados que prefieren un perro a un hombre, y el periódico quema con la mal disimulada crueldad de la última hora, permitan que hoy hable de Princess, mi perra, a la que hace justo dos horas el veterinario le acaba de inyectar el pasaporte. Se ha muerto muy quieta, apenas tres suspiros, en una clínica de Brooklyn.

Con ella caen por el alféizar, como un tiesto que besa el empedrado, ocho años en Nueva York. De Harlem al Barrio y de ahí al otro lado del East River, donde los niños pobres piden a Santa una pértiga para cruzar el río y comerse Manhattan. El veterinario, con camiseta de los Rolling Stones, le puso la adormidera porque tenía un cáncer, hacía tres días que no comía, el sábado se cayó por las escaleras y apenas si podía levantarse. Conozco barandas, especialmente en esta ciudad, que gastan miles de dólares en alargar la agonía del chucho; fanáticos y cursis, pero sobre todo sentimentales, con dinero para quemar, a los que importa un carajo que su perro boquee o se orine encima con tal de prolongar unos meses la ficción de que todo irá bien y cuando despiertes el diablo se habrá ido y no aullarán los lobos. Sucede que nunca milité en el fanatismo y mucho menos dispongo de toneladas de pasta. E incluso si la tuviera imagino caprichos menos repugnantes que torturar a mi amiga. Nunca confundí a Princess con una novia ni iba por los bares enseñando su foto. Ella, que nació en Georgia, como Flannery O´Connor y Ray Charles, tenía un nombre dudoso, que trajo cuando la adoptamos a un viejito cubano de Washington Heights. Dudo que creyera en la gloria de un crepúsculo reposado. No leía cartas de antiguos amantes. No cogía el teléfono al atardecer, como cuentan que hacía Johnny Cash tras la muerte de su amada June, hablando con la nada para aliviar la herida. Su final ha sido raudo, y ojalá el mío sea igual, sin tubos ni lagrimeo ni tiempo para escribir un panfleto con el que absolverme de tantos pecados. Su guerra era la de los gatos, que la vacilaban por los patios de la 2 avenida con la 111, más chulos que una pantera en un cuento de Rudyard Kipling. Su némesis, la puta perra de la vecina. Su cielo un apartamento muy cerca del teatro Apollo al que subíamos de madrugada para recibirnos con el amor incondicional de los seres muy puros mientras nosotros, que apurábamos las últimas noches salvajes, brindamos por cuanto ardía de puro nuevo.

Cuando llegó éramos dos, Mónica y yo, y hoy somos tres. Max tiene dos meses y crecerá con las legendarias historias de una perra «bigger than life». Es lo bueno de las ficciones, que ponen a rular la máquina de los sueños. Excepto si en lugar de una perra las protagoniza un territorio comandado por locos xenófobos. Pero de la política catalana y el ridículo que hacen sus líderes cuando visitan EEUU hablamos otro día. Hoy necesitaba encender un pito y llorar a mi pequeña, peluda princesa.