Alfonso Ussía
Proa y popa
La convivencia en la mar es dura y difícil. No hay escapatoria. Una relación sentimental rota en plena navegación tiene que resultar insoportable. Ella en la proa y él en la popa. Puede ser perfectamente al revés porque el orden de los factores no altera el melancólico producto. Ella en la popa y él en la proa. En un barco, el mínimo roce anímico se convierte en herida lacerante que sólo cicatriza al arribar al primer puerto. Entonces, la proa o la popa pierden a uno de sus inquilinos y la normalidad retorna a bordo. En algunos cruceros de amigos he intervenido como mediador entre la proa y la popa y el resultado de mis gestiones diplomáticas siempre ha dado resultados negativos, más bien, pavorosos. Navegar en buena armonía es uno de los mayores placeres que la vida puede ofrecer. Pero si la cizaña irrumpe en un barco, la felicidad compartida se interrumpe y todos los navegantes experimentan una transformación negativa hacia la perversidad. Cambia hasta la simple contemplación de la estética. Me lo decía una víctima de la popa. «Cuando embarcamos en Palma, ella me parecía la mujer más guapa, atractiva, juncal, inteligente y simpática del mundo. Ahora la miro, y creo que se trata de una morsa». El comentario de proa en parecidos términos. «Era divertido, oportuno, gracioso, listo y hacía el amor como un tigre. Míralo ahora. No tiene ninguna gracia, no dice más que estupideces y con el salitre le ha menguado la pirindola hasta su completa desaparición». Lo que se dice en un barco en la mar resta para siempre, pero tortura durante lustros. Un marinero despedido por una señora gorda que se ponía una gran pamela para no lesionar con los rayos de sol su fina piel se lo soltó momentos antes de desembarcar. «Me alegro de que me haya despedido, señora, porque usted parece el picador del "Litri"». Sucedió un decenio atrás, y todavía la pobre mujer lleva la herida abierta en su orgullo.
En un barco, el primer día todo es maravilloso. Pero al rozar la semana de convivencia, surgen las tragedias. Una vieja amiga de esplendoroso empaque y espectacular belleza intentó abrir la cabeza a su novio por el ruido que hacía éste cuando comía cacahuetes. Se procedió a tirar al mar todos los cacahuetes existentes a bordo, pero ya se habían quebrado la pasión, el amor y la armonía. Fue una ruptura dolorosa y agria. Ella, con el argumento de los cacahuetes, se había ganado el respeto de todos sus compañeros de navegación, pero él guardaba un as en su manga y equilibró las simpatías con una revelación contundente: «Ella dice "la braga"y "la gafa", y no puede ser la madre de mis hijos quien te pide que le encuentres "la gafa"y lamenta haberse dejado en Madrid "la braga"negra».
El desagradable desencuentro tuvo lugar a cincuenta millas al norte de Mallorca, con la mar alterada en exceso. Ella soportó su humillación a proa con una dignidad marina propia de Churruca, mientras él, en la cámara principal del barco, se mareó. Cuando se vio obligado por la urgencia rumiante a salir a cubierta para limpiar su estómago de sinsabores, ella le formuló una pregunta hiriente que aún se mantiene en su memoria alimentada por el rencor: «¿Estás mareado, almirante?».
La mar se ha llevado por delante muchos amores que parecían invencibles. Se pasa del «atuncito mío» al «pedazo de foca» en apenas dos millas navegadas. Y del «te quiero con toda mi alma» a «vuelve a decir eso y te tiro por la borda» en un santiamén. De ahí, la cantidad de barcos atracados y amarrados en los puertos. Amigos que se pasan una semana a bordo pero sin navegar ni una milla. El que se enfada desembarca y hace unas compritas, y vuelve al barco con el ánimo sosegado. Se come o se cena en los restaurantes cercanos al club náutico o el puerto deportivo, y vuelven al asfalto después de siete días con la sensación de que han navegado hasta las Seychelles, que es donde veranean los futbolistas. Peligro que no se produce en los puertos, porque organizar un crucero por las Seychelles y toparse de golpe con Sergio Ramos de rubio pollo es castigo que no merece ningún navegante ocasional.
Que ya lo dijo un famoso nuevo rico, honestamente acaudalado, y que lo primero que hizo, ya consciente de su fortuna, fue comprar un gran barco. Era hombre de profunda bondad y nunca quiso hacerle daño a nadie: «Lo malo de tener un barco es la enorme responsabilidad que se asume al ordenar arriar el ancla y que ésta mate a un buzo o a un submarinista».
Y no le faltaba razón.
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