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La Razón
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Mientras los asamblearios luditas de la Europa xenófoba decidían el futuro de Artur Mas, la revista «Atlantic» certificaba que 2015 ha sido el mejor año conocido en la historia de la humanidad. Malas noticias para las formaciones políticas que engordan al amparo del apocalipsis. Su discurso agropecuario, su cuenta de la vieja medieval y siniestra, desaparece como un azucarillo al costado de los números. Incluso las noticias desdichadas contribuyen a la mejoría merced a su creciente universalidad. Un público global multiplica la vergüenza del hipotético canalla. Coagula la posibilidad de que el mal circule inadvertido. Aunque la peste del terrorismo crece febril, bien adobada con justificaciones mágicas, y aunque la guerra en Siria mantiene sus constantes caníbales, hoy es más difícil morir por culpa de Caín. Curiosamente los partidarios del cuanto peor mejor subrayan el caldo vírico del terrorismo y silencian que ellos mismos tratan a los verdugos con exquisito tacto, siempre dispuestos a buscarle coartadas. Respecto a la guerra siria cabe añadir que provocó un espantoso flujo de refugiados. También que Europa, con Alemania a la cabeza, ha comprometido ingentes recursos para acogerlos. Podría hacerse mejor, y también podría hacerse como toda la vida. Con las fronteras a cal y canto y un millón de parias comidos por las moscas.

Entiéndase que la quijada, la pistola y el hacha nunca quedarán obsoletas. Nuestro cerebro viene del lagarto y antes del pez y del gusano. Pero el mono que escribe, lee y compone, equipado con una gramática cerebral, capaz de ponerse en el pellejo del otro, terminará por desterrar la violencia y la guerra al arcón del abuelo. Las hambrunas, aunque posibles, son ya un vestigio de tiempos bíblicos. Si hablamos de enfermedades, «Atlantic» recomienda fijarse en el ébola. Mató a 11.315 personas en 2014, pero el Centro para el Control de las Enfermedades estima que sólo en Liberia y Sierra Leona se habrían producido hasta 1,4 millones de contagios de no existir la red de solidaridad internacional. Y gracias a las campañas de vacunación no hubo un solo caso de polio entre los niños de África. Esto hay que explicárselo a los enemigos de las vacunas, empeñados en devolvernos al paraíso de Atapuerca. A enterrar niños con música de flautas y rupestre naturalidad de cosa inevitable. En términos globales la mortalidad infantil cayó a la mitad respecto a 1990. Habrá quien vea ahí la mano larga de las farmacéuticas, empeñadas en que todos pasemos por caja. Pocas compras mejor hechas que las que previenen el sufrimiento y muerte de un párvulo. Ah, si en 1989 había 69 democracias en el mundo, hoy son 125. Bien es cierto que la mitad de esos regímenes presentan graves problemas, pero la progresión resulta incontestable. De vuelta a España, subrayar que algunos, enfundados en camisetas étnicas, discursos folclóricos y banderolas colectivistas aspiran a abolir los derechos de ciudadanía. Inmunes a los beneficios de la democracia, jalean las alambradas, las sinecuras del clientelismo tribal, el tambor incestuoso de la aldea. Les importa una higa que la maquinaria nacionalista sólo sirva para crear extranjeros y engordar cementerios. En fin. Una cosa es mejorar. Otra, esperar milagros.