Manuel Coma

Putin y la extrema derecha

Putin es un decepcionado del comunismo, al que sirvió hasta el final en su instrumento más represivo, el KGB, pero el sistema se vino abajo porque entre sus servidores había demasiados incrédulos que hacía mucho que habían perdido la fe y se convencieron de que con sólidos derechos de propiedad que les garantizasen lo adquirido, una vez se hubiesen adueñado de lo que nominalmente era de todos, vivirían mejor y más tranquilos. Pero la apostasía y sus pingües beneficios no lo convirtieron en un fervoroso de la democracia, por la que nunca ha sentido estima y sí considerable desprecio. De lo que nunca ha dudado es de ser ruso, que entre otras cosas, significa una fuerte herencia autocrática y firme fe en que el poder consiste en mandar, y quien manda, manda.

Significa también que sin duda es un patriota y defiende los intereses de su país –que sirven muy ricamente los suyos propios– y los defiende al modo tradicional, por la fuerza amenazada o efectiva, porque Rusia, con retrocesos parciales, no ha cesado de expandirse hacia todos los puntos cardinales desde sus orígenes moscovitas a mediados del siglo XIV, lo que no deja de crearles a los rusos un cierto problema identitario de confusión entre nacionalidad e imperio, pues han ido tragándose, en continua sucesión, a pueblo tras pueblo, hasta que los afganos se les atragantaron, contribuyendo a dar al traste con la última versión imperial que ahora Putin intenta reconstruir.

El nacionalismo lo vende bien a sus ciudadanos o súbditos, que lo han situado en índices de aprobación soñados por cualquier líder demócrata. Lo curioso es que también está teniendo un gran éxito entre la extrema derecha europea, que país a país cultiva formas exacerbadas de nacionalismo que pudiéramos pensar que engendrase solidaridad con Ucrania frente a la arrolladora irrupción de la potencia imperial. Pero no, se oponen a la secesión de los componentes de lo que fue «la cárcel de los pueblos», gustan de los métodos del forzudo campeón ruso, de la humillaciones que inflige a la Unión Europea y los Estados Unidos y gustan también de su proclamada ideología tradicionalista, basada en supuestos valores rusos, frente al decadentismo occidental, una de cuyas manifestaciones más cacareada y más rechinante es la agresividad oficial contra la homosexualidad, espléndidamente bautizada como homofobia.

Es dudoso que Putin crea en nada que no sea él mismo, el autoritarismo y el reforzamiento de su posición internacional, pero se ha puesto bajo el manto del patriarcado ortodoxo, ha adoptado como ideólogo a un Alexander Dugin, que tiene una página web en inglés, cuya consulta recomiendo. Si eso no es fascismo, ¿qué lo es? Pero Putin mantiene impertérrito su implacable campaña de acusaciones de fascismo contra Kiev –gobierno y partidarios–, mientras recibe el aplauso de Marine Le Pen, del partido húngaro Jobbik, del Amanecer Dorado griego, del holandés Geert Wilders y su gente, del partido británico Independencia y de otras muchas individualidades y colectivos, no sospechosos sino abiertamente derechistas extremos, cuando no abiertamente neonazis.