Crisis económica
Que no nos roben
Dicen que los partidarios de Donald Trump son imbéciles, quizá porque el desprecio nos alivia la digestión de su fama. Otra sandez, ésta por obvia, recalca que los periodos de depresión económica ceban el instinto jauría. Pero no está claro que el momento actual lo sea. EE UU crea empleo a un ritmo bárbaro en el sector privado y, siendo vasto, ha reducido el déficit. También ha embridado, mal que bien, las algaradas de los bancos de inversión, en jarana libre desde la desregulación patrocinada por Reagan. Trump, que destaca como especialista en la facturación de venenos con piel de placebo, aprovecha los frutos (in)evitables de una globalización que llegó para quedarse y que no debería de traducirse en ciudades deprimidas, fustigadas por altísimos niveles de paro, cierre de negocios y, de postre, auge en el consumo de opiáceos, químicos y políticos. En realidad Trump usufructúa la coyuntura y, ay, multiplica los nubarrones al ritmo de su imaginación para solaz de quienes creen que la globalización fue una broma a su costa. Ignoran, brujo y descontentos, que la autopista mundial ofrece inigualables beneficios. El problema de la desigualdad en el reparto del pastel amenaza con roer los pilares de la democracia y debe corregirse, pero tal y como les ha explicado en una formidable entrevista el presidente Obama a los editores de la revista «Bloomberg», es imposible regresar al pasado o resucitar las viejas industrias y manufacturas. El paraíso no existe, excepto en la ficción retrospectiva. Ignorar la revolución tecnológica o digital, o el crecimiento imparable del Sureste asiático y la incorporación de nuevos competidores al antaño exclusivo club de campo occidental, equivale a anudarse una venda sobre los ojos y salir al monte a cantar jeremiadas. Dice Obama, y dice bien, que hay que apostar por la educación, por la ciencia, por el optimismo, por la razón y, de paso, por una sociedad en la que quienes trabajan puedan mantener a sus familias. Con todo, el mayor triunfo de los Trump y cia. no es tanto vampirizar las desigualdades como instalar el inconsciente colectivo en un apocalipsis fraudulento. Vivimos una etapa de prosperidad inusitada en la historia. Con independencia de la situación coyuntural en un país determinado el número de personas en situación de extrema pobreza en el mundo ha descendido del 84% en 1820 al 12,73% en 2015. En 1848 había tres democracias, 90 en 2012. Francis Fukuyama, en una entrevista reciente, me ilustraba contra la patente de corso de un 0,01% de la población que aspira a arramplar con todo, comenzando por el sistema, pero su despiadada glotonería no avala el pesimismo de tierra yerma, mientras los ultras, a derecha e izquierda, imponen la biopsia cutre de una globalización que debemos preservar porque será buena o mala o peor, pero es y será y no hay otra. Que la estrechez de perspectiva histórica no tape el bosque. Que no lo arrasen los mandarines del desánimo. Que no nos roben, a base de trolas, la realidad y el futuro.
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