César Vidal
¿Qué queda del comunismo?
Lo afirmó un antiguo miembro del comité central del PCE llamado Jorge Semprún: los partidos comunistas demostraron, vez tras vez, su incapacidad para alcanzar el objetivo para el que habían sido creados, la conquista del poder. Había no poca verdad en la afirmación. Ciertamente, los bolcheviques habían conquistado Rusia, pero en el resto de Europa central y oriental sin los tanques soviéticos no habrían llegado al Gobierno. Incluso en Extremo Oriente, el triunfo no había tenido lugar sin el respaldo de «partidos hermanos» y, sin duda, Castro no habría logrado mantenerse en los sesenta sin un amigo soviético al que le costó más de ocho veces lo que le supuso el Plan Marshall a Estados Unidos. Por eso, la caída del Muro de Berlín constituyó un auténtico tsunami.
No fue el final de la Historia, pero que el Ejército Rojo no lo pudiera mantener en pie en 1989 fue todo un síntoma de que el comunismo tenía los días contados. Como los famosos «Diez negritos» de Agatha Christie, los partidos comunistas fueron desapareciendo sin excluir al más importante de Occidente, el italiano. Sólo sobrevivieron algunos de los más pequeños y fanáticos –como el PCE– o aquellos que se transformaron a pasos agigantados en gestores del paso al capitalismo como fue el caso de China. Salvo ejemplos más que aislados como Corea del Norte o Cuba, el comunismo o se transformó en un capitalismo dirigido por el partido o mutó en algo que tenía una deuda tan grande con el fascismo mussoliniano como con el bolchevismo leninista. Fue así como nació lo que algunos han dado en llamar el «socialismo del siglo XXI». Para comprender esa visión resulta esencial conocer el Foro de São Paulo, fundado en 1990. A esas alturas, en América sólo había un Gobierno totalitario de izquierdas, el de Castro. Sin embargo, en 1998, Hugo Chávez llegó al poder en Venezuela inaugurando una nueva época, dado que su partido era el primero del Foro de São Paulo en llegar al poder. A diferencia de la táctica revolucionaria propugnada por el comunismo durante décadas, el Foro planteaba una toma del poder pacífica basada en unos principios escasos, pero efectivos. En primer lugar, habría que aprovechar la enorme erosión de los distintos sistemas a causa de la corrupción y la ineficacia. Frente a una sucesión de fracasos trufados de desaliento y cansancio ciudadanos, los nuevos partidos enarbolarían la bandera de los orillados por cada régimen. Para ser ecuánimes, hay que reconocer que no pocos de los problemas eran reales. En segundo lugar, los nuevos impulsos de izquierdas sabrían combinar –como también había hecho Mussolini– el elemento socialista con el nacionalista. Daba lo mismo que se tratara de Bolívar o de unas supuestas culturas amerindias, la realidad es que la apelación a las masas se produciría de manera doble.
Buenas relaciones
En tercer lugar, en vez de practicar una política de rechazo de ciertos sectores, los partidos insistirían en São Paulo en no crearse problemas innecesarios con el mundo empresarial o las iglesias y, en especial, la católica. En la medida de lo posible, habría que proceder a crear una nueva clase empresarial adicta al régimen y abrir los brazos a las diferentes confesiones religiosas. Finalmente, había que realizar la conquista del poder a través de las urnas para luego, desde dentro, desventrar el Estado creando un nuevo régimen en el que el resultado electoral estaría más que decidido siquiera porque los medios de comunicación estarían controlados y la oposición no contaría con una base suficiente como para que fuera posible el cambio. Es difícil negar que el éxito del «socialismo del siglo XXI» ha sido más que notable por más que la muerte de Hugo Chávez y las consecuencias económicas de la gestión en la mayoría de los países donde se encuentra establecido permitan pensar en su final a medio plazo.
En España, la izquierda comenzó también a sufrir una crisis ideológica tras la caída del Muro. El PCE no ha pasado de ser un fenómeno semimarginal y envejecido. Olvidando que la carta indispensable de la socialdemocracia es la buena gestión, el PSOE tampoco ha remontado su atonía desde la caída del Muro y aunque regresó al poder con ZP sus nuevas propuestas sólo fueron un refrito de lo ofrecido por «lobbies» como el feminista y el gay. A decir verdad, sólo Podemos ha logrado captar el inmenso potencial del Foro de São Paulo. Con notable agudeza, pretende enfrentar no a blancos con indígenas o a ricos con pobres, sino a jóvenes con viejos y actúa como caja de resonancia de la amargura de no pocos ciudadanos. Sin embargo, en otros aspectos no ha conseguido dar con la clave exacta: no ha encontrado la conexión con el sentimiento nacional que sí vieron Chávez, Correa, Morales e incluso Castro y su insistencia en el marxismo y su vinculación sentimental con la izquierda española los han llevado a hacer unos costosos guiños a las franquicias de ETA o al nacionalismo catalán. Aun así, esas carencias no constituyen una barrera inexpugnable para alcanzar el poder. Todo dependerá de si los partidos del sistema consiguen superar su crisis y la de la sociedad. De que lo consigan dependerá que los restos del naufragio del comunismo, tamizados de táctica fascista, consigan o no gobernar en España.
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