Presidencia del Gobierno
Rajoy ante la prueba catalana
El presidente del Gobierno ha acertado en la aplicación del 155. Con ello ha logrado que regresara a esa conflictiva comunidad el ejercicio democrático y la vigencia de la Constitución. Pero al líder del Partido Popular le han salido mal las cuentas. Su partido ha quedado reducido a cenizas en esa importante región española. Conviene no confundir las cosas. Rajoy ha actuado ante la grave crisis catalana como un estadista, aunque la acelerada convocatoria de elecciones en unas circunstancias muy especiales, con los principales dirigentes encarcelados o huidos al extranjero, haya estado envuelta en una ola de indignación que ha machacado a su formación política, ya de por sí en dificultades. Pocas veces la prudente y valerosa decisión de un hombre de Estado se ha visto tan menospreciada o tan poco compensada por el cuerpo electoral. Pero, en este caso, el interés general ha prevalecido, en el ánimo de este gallego impasible, sobre el interés partidista. Gracias a su actuación, respaldada por las fuerzas constitucionalistas, será difícil que en Cataluña los soberanistas reincidan en su plan unilateral de independencia.
Ahora todos sus adversarios de fuera y sus descontentos de dentro se vuelven contra Rajoy con las horcas en la mano. Le echan en cara la precipitación en la convocatoria de estas elecciones en medio de un agudo clima emocional, la selección del candidato y la matraca del inmovilismo. Todo eso es discutible, pero no justifica el acoso y derribo. El gran triunfo de Ciudadanos en Cataluña debería ser motivo de satisfacción para el presidente del Gobierno y motivo de honda preocupación para el presidente del PP. Me imagino que es así. Es un fuerte aldabonazo. En el PP, sobre todo por los casos de corrupción, se observa el característico cansancio de los materiales. Es razonable y consolador que el centro-derecha se reconstruya y se fortalezca. Sigue siendo el espacio dominante de la política nacional. En este espacio Albert Rivera –y más después de lo sucedido en Cataluña– está pidiendo paso. Pero aún no se sabe hasta dónde puede llegar. Por lo pronto Rajoy no arroja la toalla ni está dispuesto a adelantar las elecciones. Seguramente hace bien. Sigue al tran-tran, partido a partido, y ahora lo que le importa es la aprobación de los presupuestos. Sabe que el electorado español no suele votar como el electorado catalán, sino todo lo contrario. Es su consuelo.
Este hombre acostumbra a ganar todos los retos. Y de otras peores ha salido, como si tuviera baraca. Le queda la crisis catalana y, a poco que le ayuden socialistas y Ciudadanos, y la suerte le acompañe, me parece, contra todas las apariencias actuales, que ha empezado a encauzarla. Por primera vez, una fuerza constitucionalista, que bien podría ser la marca o franquicia del PP en Cataluña, ha ganado allí las elecciones, y, por primera vez, el Gobierno de la Generalitat que resulte –que está por ver– sabrá, a la hora de tomar posesión, que hay unos límites que no podrá traspasar. Ahora es el momento de sentarse a hablar, dentro de los límites constitucionales, sin imposiciones y dispuestos, unos y otros, a recuperar la normalidad estatutaria. Todo eso es manejable y Rajoy ha dicho que está dispuesto a explorarlo. Desde luego, no con Puigdemont ni con Junqueras, presuntos delincuentes. Naturalmente, con cautela y sin hacer concesiones inasumibles por el resto de las comunidades. En este momento de cierto desconcierto político, cuando las críticas escalan como la hiedra los muros del palacio de la Moncloa, haría bien Rajoy en tener en cuenta la observación del canciller Konrad Adenauer: «En la política hay adversarios y correligionarios: estos últimos son los más peligrosos». Pues eso.
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