Luis Suárez
Razones para la esperanza
Son muchos los pensadores de nuestros días que se dejan llevar por un cierto y justificado pesimismo. La gran cultura occidental que llegara a abarcar con su influencia el universo mundo se halla seriamente amenazada por movimientos que vienen de fuera y también de dentro y que predican con excesivo rigor el odio como elemento esencial dentro de las relaciones humanas. No hay mayor daño que el odio para la persona. No basta con recurrir a medios de defensa. Es imprescindible redescubrir aquellos valores que, sin remediar fallos ni defectos, permitieron a la cultura cristiana europea, alcanzar los grandes niveles que ahora el culto a Mammon, es decir, al dinero, nos ha hecho perder. Evidentemente las ideologías del siglo XIX que proponían un relevo de aquella cultura, han demostrado su fracaso; permanecer en ellas nos privaría precisamente de la esperanza.
Tenemos que construir un nuevo humanismo. Ya en el siglo XVI lo había explicado Desiderio Erasmo de Rotterdam, aunque muchos no lo entendieran. Él partía de un axioma perfectamente demostrable: el ser humano es mucho más que un individuo que cada cierto tiempo pone un papelito en la urna y se convierte en número que da a quienes lo manejan el poder; es persona y como tal se halla asistida de tres derechos, vida, libertad y propiedad, que ahora le son evidentemente negados. En Grecia se ha dado poder a los bancos para fijar los límites que el dueño del dinero tiene que fijar. Y los nuevos totalitarios radicales deciden incluso lo que se puede y debe decir.
Primer cambio posible que nos puede llevar a la esperanza: sustituir los derechos ciudadanos, es decir, aquellos que definen los dueños del poder, por esos otros que pertenecen a la naturaleza y a los que también los que gobiernan deben hallarse sujetos. Hay otro de igual importancia que se debe corregir. Esa persona humana se halla formada por dos dimensiones, varón y hembra. Es evidentemente necesario corregir los abusos que la masculinidad, dotada de mayor fuerza física, ha cometido y sigue cometiendo. Pero la elevación del nivel de la mujer no debe significar una renuncia social a las dimensiones de la femineidad –sentimiento, intuición, transmisión de la vida, amor recto y muchas cosas más– que ahora se están destruyendo. La mujer está siendo sometida al modelo masculino como si este fuera absolutamente el mejor. Y no lo es.
La cultura occidental, abatida seriamente por las tormentas del siglo XX, el más cruel «hasta ahora» de la Historia, necesita ser dotada de valores morales. Es lo que los Papas de nuestro tiempo, tan distintos de aquellos que cobraran relieve por su vigorosa autoridad, están recomendando con urgencia. En primer término se debe aceptar, al contrario de lo que enseñaran Feuerbanch y Marx, que el Universo mundo no pudo crearse por sí mismo. Necesitó de una Causa y estableció por consiguiente un orden, al cual estamos evidentemente sujetos. Tienen razón los ecologistas cuando acusan precisamente a la propia sociedad de estar destruyendo, con sus absolutistas afanes técnicos, el orden mismo de la Naturaleza. No hemos creado una convivencia entre los pueblos; las dimensiones del hambre y de la necesidad crecen. Es uno de los daños del culto al dinero; importan mucho los beneficios que el capital obtiene, y a ellos se hace exclusiva referencia cuando se pronuncia la palabra éxito. Poco importa si en un rincón oscuro muchos seres humanos carecen de lo que es necesario para su existencia. Incluso la atmósfera está pagando el precio correspondiente. Como una consecuencia de este abandono y desigualdad, el odio va a penetrar en las venas mismas de la sociedad. El odio es un sentimiento que destruye, incapaz de construir.
Es falso el principio de que, en sus horas dramáticas de espera de la guillotina, que una mortal enfermedad le impidió alcanzar, trató de decirnos: cuanto más sabios seamos seremos más ricos y cuanto más ricos más felices. Indudablemente la sociedad contemporánea no ha alcanzado la felicidad, la ha reducido a simple disfrute material; y éste resulta imposible repartirlo de forma adecuada. Tenemos que defender el nuevo Humanismo apoyándolo en algunas bases en las que radica la esperanza. Yo soy de los que creen que existen bastantes razones para esa esperanza.
Ante todo tenemos que devolver a la libertad su verdadera significación evitando confundirla con independencia; hacer todo aquello que no está expresamente prohibido por nuestros gobernantes. La libertad es libre albedrío, deber de opción que se presenta a la voluntad para hacer que lo cumpla. La libertad es, por consiguiente un deber antes que un derecho.
Los valores religiosos que establecen la relación entre inmanencia y trascendencia son positivos y no negativos como afirman los totalitarios de nuestros días. El abandono de los mismos es una carencia. De ahí la necesidad de establecer un diálogo permanente entre las diversas religiones descubriendo en ellas las aportaciones positivas. Esta es la libertad religiosa.
Verdad y mentira no pueden estar dotadas de los mismos derechos; la primera es un bien y la segunda un mal por sí misma. Es precisamente la verdad la que permite el progreso que no consiste en acumular bienes –tener más– sino en crecer –ser más– como ya lo explicara Ortega y Gasset.
Así llegamos al punto final: el orden moral no es un simple reglamento que los que gobiernan pueden modificar sino el portador de aquellos valores positivos. La homosexualidad y el aborto rompen el orden de la naturaleza. Aunque desde luego debe mostrarse afecto a quienes de un modo u otro son víctimas de estos daños. Amar a la persona tratando de librarla de los daños que la amenazan es el primero de los deberes de la filantropía que los cristianos hallamos incluida en la virtud de la caridad.
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