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La Razón
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Asistimos estos días a un acontecimiento deplorable que nos encoge el corazón cada vez que vemos sus imágenes en los telediarios de todo el mundo. El éxodo de miles de sirios abandonando su país y cruzando frontera tras frontera para llegar a Europa ha levantado las alarmas y las conciencias de países y organizaciones de nuestro entorno europeo que apelan a razones humanitarias para acoger a cuantos quieran venir. Ese sentimiento y esa actuación inicial han derivado en estos últimos días hacia medidas más acordes con la administración de una cuestión tan compleja y problemática como ésta.

Europa, los países occidentales en general, nos sentimos orgullosos de haber logrado sociedades modernas, avanzadas, abiertas, con el reconocimiento de unos derechos y libertades y una organización democrática que nos ha permitido alcanzar el mayor grado de bienestar, de libertad y de paz de la historia. Ésa es nuestra fortaleza, pero también puede ser –y lo es–, nuestra mayor debilidad si no sabemos afrontar adecuadamente los problemas que hoy se presentan en el mundo y las amenazas que sufren nuestras sociedades.

Nuestras sociedades, por muy humanitarias y garantistas que sean de los derechos humanos y de las libertades, no tienen una capacidad ilimitada para acoger a aquéllos que desgraciadamente padecen más necesidades o sufren de falta de libertades en otras partes del mundo, donde sus propias autoridades y sus tradiciones amparan esa forma de organizarse y de vivir.

Los desbordamientos continuos que desde hace ya muchos años sufren los países del sur de Europa a causa de la inmigración –que ha dejado esas dramáticas imágenes del Mediterráneo–, se han visto estos días en el centro de Europa como consecuencia del éxodo mayoritariamente sirio. Y en ambos casos, junto al sentimiento humanitario de acogida inicial, se ha acabado imponiendo la realidad: las limitaciones que tenemos para acogerlos a todos. El desbordamiento, lejos de ofrecer una solución, acaba generando problemas internos con los nacionales y con los propios acogidos, como ya ocurre en muchos países. Esta acogida masiva requiere un gran esfuerzo de integración para ambas partes. Implica, en el caso de los que llegan, la aceptación de nuestra cultura, derechos y obligaciones, modelo de organización social y político y nuestros valores y su pleno respeto. No podemos permitir que este marco de derechos, libertades y garantías sea una debilidad para que, aquellos que aquí buscaron acogida, impongan otros ajenos a los nuestros que los limiten, ataquen, o pongan en conflicto nuestra convivencia. Por supuesto que la gran mayoría de los que vienen así lo hacen. Pero desgraciadamente son ya muchos los casos en los que se ha puesto de manifiesto cómo, esta falta de exigencia y la falta de integración de las nuevas generaciones, han provocado acontecimientos terribles en muchos de nuestros países. Debemos huir de la demagogia y del falso buenismo y tener muy presente la realidad, por compleja que ésta sea. Y no olvidar que nuestra primera obligación es defender lo nuestro y a los nuestros, garantizar sus derechos, sus libertades, su seguridad y su bienestar.

Llevamos muchos años oyendo que la solución hay que buscarla en los países de origen. Y es verdad. Como también lo es que ni es fácil la solución ni muchos de ellos están dispuestos a hacerlo por múltiples razones políticas, culturales, étnicas, religiosas, económicas, bélicas... Y no podemos ignorar que, detrás de muchos de estos conflictos, está el interés de algunos de estos movimientos en atacar nuestra sociedad.

Por eso debemos ser muy cautelosos para evitar que, aprovechándose de estas avalanchas, entren en nuestros países activistas de esos movimientos que quieren aprovecharse de nuestras libertades para acabar con ellas. El «buenismo y la demagogia» también tienen responsabilidades y es preferible no tener que lamentarlas. Debemos implicar a los países de las zonas próximas a estos conflictos y exigir su participación en la solución de las necesidades de todos los desplazados. Resulta sorprendente que, ante los hechos que estamos viendo, ningún país de la zona con identidades culturales y religiosas y con capacidades económicas mayores sea destino preferido para los desplazados, y que estos países no se ofrezcan a acogerlos.

La reciprocidad es un principio fundamental de las relaciones internacionales que debería estar presente en estos fenómenos a la hora de exigir y de dar entre los distintos países afectados, cuando las diferencias culturales y religiosas son tan grandes, y cuando están siendo utilizadas como justificación por algunos de ellos para atacarnos. No renunciemos a nuestros principios y valores, a nuestra humanidad. No permitamos que a través de ellos se ponga en peligro nuestra convivencia, nuestra sociedad, nuestro bienestar, nuestras libertades, nuestro futuro y, en ocasiones, nuestras vidas.