Ramón Sarmiento

Regeneración

La Razón
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«Somos lo que hacemos repetidamente», escribió Aristóteles. El inicio de la corrupción se pierde en los albores de la humanidad. Cuando el ser humano se agrupó pasando de hordas nómadas a pueblos y ciudades y originó múltiples formas de organización social, política y económica. Con ello, dio lugar a valores y conductas que guiaron sus primeras acciones de gobierno, sus actividades comerciales y ritos religiosos. Y esta nueva situación le permitió no sólo comer, vestir y subsistir, sino lograr también lo que son legítimas aspiraciones humanas: el éxito y la bonanza económica. Pero aquí apareció la manzana de la discordia, conocida en España como picaresca. Ya en la «Divina Comedia» (c. 1304), Dante Alighieri presentó el reino de ultratumba en tres cánticos: Infierno, Purgatorio y Paraíso. El Infierno lo dividió en nueve círculos donde los condenados purgaban los pecados cometidos. En el octavo, y en brea hirviendo, situó a los políticos corruptos. Según el último barómetro del CIS, ocupan ya el meritorio cuarto puesto. Corrupción es sinónimo de degeneración de costumbres sociales, leo en el diccionario de sinónimos del Ángel López García, y su antónimo es regeneración: «Acción de dar nuevo ser a algo que degeneró, restablecerlo o mejorarlo». La corrupción está concebida como lo opuesto a la generación de la vida; proviene del verbo latino «corrumpere»: descomponer, destruir, pervertir. Por ello, lo que nuestra sociedad necesita es una cultura de regeneración social, política y económica. Pues, según el lema de la universidad salmantina: «Lo que la naturaleza no da, Salamanca no (lo) presta».