Antonio Cañizares
Renovación litúrgica (III)
«En Sacrosanctum Concilum están delineados luminosamente los principios que fundan o fundamentan la praxis litúrgica de la Iglesia y que inspiran su sana renovación en el curso del tiempo» (Juan Pablo II). Estos principios fundamentales, hay que tener en cuenta, se refieren a todos los ritos y no sólo al Rito Romano (cf. SC 3), tienen una validez universal, son o constituyen —podríamos decir– el «espíritu» de la liturgia, el verdadero sentido y núcleo de la liturgia, que, en substancia y en fidelidad a las enseñanzas conciliares, es «la celebración del Misterio de Cristo y en particular de su Misterio pascual. Como dijo Juan Pablo II en su Carta Apostólica Spiritus et Sponsa, a Liturgia es puesta por los Padres Conciliares en el horizonte de la historia de la salvación, cuyo fin es la redención humana y la perfecta glorificación de Dios. La redención tiene su preludio en las admirables gestas divinas del Antiguo Testamento y ha sido llevada a cumplimiento por Jesucristo, especialmente por medio del Misterio Pascual de su pasión, resurrección de la muerte y su gloriosa ascensión (SC 5). Ésta todavía tiene que ser no sólo anunciada sino actuada, y esto acontece por medio del Sacrificio y de los Sacramentos, en los cuales se basa toda la vida litúrgica (SC 6). Cristo se hace particularmente presente en las acciones litúrgicas, asociando a Él a la Iglesia. Toda obra litúrgica es, por tanto, obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo místico, «culto público integral» (SC 7), en la que se participa, pregustándola, en la liturgia de la Jerusalén celeste (SC 8). Por esto la liturgia es el culmen, la cumbre, a la que tiende la acción de la Iglesia, y juntamente la fuente de donde mana toda su fuerza (SC 10) (Juan Pablo II). Así pues, «la liturgia, acción sagrada por excelencia, es la cumbre hacia la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que emana toda su fuerza. Cristo continúa en su Iglesia, con ella y por medio de ella, la obra de nuestra redención» (Compendio Catecismo, 219). La perspectiva litúrgica del Concilio, por lo demás, no se limita al ámbito intraeclesial, sino que se abre al horizonte de la humanidad entera, e incluso asume un aspecto cósmico y universal. Con frecuencia se considera la liturgia como acción nuestra, acción creadora nuestra, bien de la comunidad o del sacerdote o de los expertos o de cada uno, con frecuencia se considera como un conjunto de ritos, de rúbricas, de formas, como un libro de recetas sobre lo que podemos hacer con la celebración, en definitiva, obra nuestra. La Constitución Conciliar sobre la Liturgia nos enseña que el fin de la celebración es la gloria de Dios y la salvación y santificación de los hombres. En la liturgia, «Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados» (SC 7): en el centro de la liturgia está Dios, Dios que, por Cristo en el Espíritu, actúa, obra su salvación en favor de los hombres, los santifica, y Dios que es glorificado, adorado, reconocido como el único que merece toda gloria. La Iglesia, además, por naturaleza, deriva de su misión de glorificar a Dios, y, por ello, está irrevocablemente unida a la liturgia, cuya sustancia es la adoración, el Dios que está presente y actúa en la Iglesia.
Cristo y la Iglesia, Cristo presente en la Iglesia. Así se expresa concretamente el Concilio, en un texto fundamental para la liturgia de «Sacrosanctum Concilium»: «Cristo está siempre presente en la Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, tanto en la persona del ministro ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes, el mismo que entonces se ofreció en la cruz, como, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia no es igualada, con el mismo título y en el mismo grado, por ninguna otra acción de la Iglesia» (SC, 7). Además, habría que añadir con el mismo Concilio que la liturgia eclesial es entrada y participación en la misma gloria de Dios, en la plenitud del amor de Dios y en la consumación de su obra salvadora y santificadora, en la comunión indestructible con la Santísima Trinidad, en la glorificación de Dios en el reino de los cielos. Así pues, «en la liturgia terrena, como dice expresamente el Concilio Vaticano II, participamos, pregustándola de aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa de la Jerusalén celestial, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos donde Cristo, «ministro del santuario y de la tienda verdadera, está sentado a la derecha de Dios»; con todos los coros celestiales, cantamos en la liturgia el himno de la gloria del Señor, veneramos la memoria de los santos, esperando ser admitidos en su asamblea; «aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo, hasta que aparezca Él, vida nuestra; entonces también nosotros apareceremos, juntamente con Él, en gloria» (SC, 8). En la liturgia de la Iglesia en la tierra, podemos decir con propiedad que «el cielo se abre a la tierra», se derrama sobre ella, se abren las puertas del cielo, y, en sus umbrales, somos invitados a entrar y pregustar ya del Cielo. En todo esto está la entraña de la liturgia, el sentido y espíritu de la liturgia que el Concilio Vaticano II, en continuidad con la Tradición de la Iglesia, nos ha enseñado. Nada, pues, menos exterior y extrínseco, que la liturgia, nada más ajeno a ella que un culto exterior, nada más lejano a ella que considerarla como un conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de unos ritos. Éste es el verdadero «culto razonable» (cf. Rm. 12, 1), el que a Dios agrada, al que Él tiene derecho, el que lleva a cabo la Iglesia a lo largo de los y hasta el fin de los siglos.
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