Cristina López Schlichting

Rolihlahla

Mandela no se llamaba en realidad «Nelson», sino Rolihlahla, que en lengua xosa (la de su tribu) significa «revoltoso». El nombre por el que lo conocemos se lo puso una maestra de su escuela wesleyana de misioneros ingleses, en honor del famoso almirante del imperio británico. Había sido enviado allí por su madre, una cristiana decisiva en su vida. En la Suráfrica de su infancia los negros no podían votar ni utilizar los autobuses, trenes, parques, playas, aseos o teléfonos de los blancos; usaban tazas de latón frente a las de loza de los afrikáners y tenían que escuchar la estricta teología calvinista que definía dos paraísos, el de las almas negras y el de las blancas. Lógica cromática. Pero Mandela salió furibundo partidario de la libertad, la que había aprendido de los orgullosos viejos de su pueblo y de las enseñanzas metodistas sobre el libre albedrío, ajenas al determinismo calvinista. Se enroló en el brazo terrorista del Congreso Nacional Africano (ACN) y acabó encarcelado durante 27 años. De la prisión salió un Mandela distinto. En lugar de dejarse vencer por el odio, cerró una conmovedora amistad con los carceleros blancos que duraría hasta su muerte. Se empeñó en aprender el idioma afrikaner y las razones por las que los herederos de los «boers» soñaban con un «Israel africano» y acabó por concluir que estaban tan atrapados por el odio y el miedo a ser expulsados de África como los propios dominados. De esta revolucionaria percepción nació la pacificación de los movimientos racistas negros (Inkatha) y blancos (AWB). Mandela convenció al zulú Buthelezi –al que convertiría en ministro de su Gobierno– y al general Viljoen, que encabezaba el Movimiento de Resistencia Afrikáner, para dejar las armas. Exigió la libertad de voto y fue elegido primer presidente de color de Suráfrica, pero impulsó un sistema en el que los culpables confesaron públicamente y recibieron a cambio el perdón. Esta magnanimidad era una prolongación de su experiencia vital. Todos los testigos coinciden en que jamás se dejó vencer por el resentimiento. Era una virtud política nacida de una grandeza moral. La escenificación más hermosa de la reconciliación fue su esfuerzo para ganarse al equipo nacional de rugby –un reducto afrikáner odiado por la mayoría negra– y ponerlo al servicio de un país unido. Los Springboks, conquistados por Madiba, se convirtieron en el equipo de todos y ganaron el Mundial. El estadio, lleno de blancos, coreaba: «Nelson, Nelson». En palabras de su biógrafo, John Carlin: «Mandela logró servir de inspiración a una nación para que mostrara lo mejor del ser humano».