Angel del Río
Ruido urbano
Hasta hace poco tiempo había una especial y exclusiva preocupación por la contaminación atmosférica en las grandes ciudades, sin caer en la cuenta de que existía otro tipo de contaminación «silenciosa», imperceptible como preocupación general, que era precisamente la acústica, por exceso de decibelios. Cuando a golpe de medidas extraordinarias y de normativa europea de obligado cumplimiento conseguimos limpiar de la mejor manera posible el aire de Madrid y hacerlo más respirable, las autoridades municipales se pusieron manos a la obra en la batalla contra la otra contaminación, la acústica, esa que no se siente, pero que también mata. Comenzaron prohibiendo que las ambulancias y otros vehículos de emergencia activaran las sirenas, si no era necesario, y hasta prohibieron que los trenes tocaran el silbato al partir de las estaciones madrileñas, lo que nos rompió el alma a los sentimentaloides de las despedidas en el andén.
El control de la contaminación acústica está dando resultados. Madrid no es una ciudad más estridente que cualquier otra de sus características en Europa, y quizá a veces sea más el ruido de la sensación que las nueces de los medidores. El ruido es un concepto subjetivo. Uno puede volver a casa sin percibir molestias después de haber soportado una tormenta de decibelios en un concierto, y sacarle de quicio el ruidito del goteo de un grifo mal cerrado en el silencio de la noche. Los medidores aseguran que el ruido de la ciudad disminuyó entre 2006 y 2007. Se refieren al sonido urbano, el que producen el tráfico y el ferrocarril, fundamentalmente, pero luego está el otro ruido, el del ocio nocturno, y la madre de todos los impactos acústicos, que es el botellón. Aquí es donde hay que dar la batalla si queremos que Madrid sea una ciudad, imposiblemente silenciosa, pero seguro que sí menos ruidosa.
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