Julián Redondo

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La Razón
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A Guillermo Olaso le propuso perder el partido un jugador serbio. Por la derrota recibiría 15.000 dólares. Dudó. Forma parte de la condición humana caer en la tentación del dinero y postergar valores y principios con carácter interino. Por las presiones o por lo que fuera, Guillermo enfermó y entrevió una vía de escape. Con un parte médico se libraría del encuentro y del compromiso que no firmó y tampoco aceptó. La mafia, rusa para más señas, detectó la vacilación del tenista español, fue directa al objetivo, sin intermediarios, y le hizo una oferta que no podía rechazar: «Si no juegas ese partido, tu familia lo va a pasar mal». Jugó en precaria condición física y perdió. Los mafiosos se salieron con la suya y a Olaso, atrapado en la red, le suspendieron cinco años, que por atenuantes se quedaron en tres y medio.

En la labor de captación de las víctimas, que lo primero que ven es el dinero fácil –ahora se pagan 25.000 o 30.000 dólares por prestarse al amaño–, las mafias utilizan a los entrenadores, algunos de primer nivel. Por encima de los torneos provinciales, en los que los apostantes ni siquiera se ocultan para amedrentar a jugadores y jugadoras, las grandes sumas se reparten por levantar partidos y ni siquiera es preciso implicar a los dos adversarios. Con uno basta. El cómplice pierde el primer set adrede, aunque sea a base dobles faltas, y luego gana los dos siguientes. Si antes despierta sospechas, le quitan el móvil y le requisan el portátil; entonces tiene que firmar que no se ha prestado a cambalaches. Entre los descubiertos hay mucho tenista desconocido; pero también figuran ganadores de la Davis que ahora estarán temblando porque su nombre figura en la relación de tramposos. La mafia «convenció» a unos; otros se metieron solos en el laberinto. Dinero fácil. Y sucio.