Martín Prieto
Secesionismo de género
Felipe González y el asesinado por ETA Ernest Lluch, a la sazón Ministro de Sanidad, propiciaron la primera ley española sobre el aborto con algunas trampas e imprecisiones, como el cuarto supuesto, más dado a la subjetividad que a la ginecología. Pero aquello fue inevitable ante el legrado peligrosamente clandestino u onerosamente internacional, a más de que un poderoso cuerpo de marea electoral lo exigía a un PSOE que lo había prometido. Nunca acabaran las discusiones sobre el derecho a la vida del cigoto y la ley Lluch encontró resistencias razonables, y hasta la Iglesia católica no opuso una resistencia de última sangre, como en los duelos a muerte, ni se le pasó por la cabeza denunciar los acuerdos entre el Vaticano y el Estado. La cuestionable regulación abortiva vivió entre nosotros sin excesivos sofocos hasta que llegaron dos expertos en abrir heridas: Zapatero y la inefable Bibí Aído que decidieron que los problemas de España pasaban por darle otra vuelta de tuerca al nasciturum. Hipócritamente los socialistas reprochan al PP no cumplir su programa, igual que hoy crece la renuncia a las herencias carcomidas por las deudas. Gallardón cumple su pragmática civilizando un aborto que se pretende «legal, libre, seguro y gratuito»: Y con «Coca- Cola». Las extensiones californianas de la banalidad. La prócer Elena Valenciano (que será la primera en negar a Pérez Rubalcaba) ha dicho en Cortes que ni una mayoría total impediría a las mujeres su derecho a decidir. Puestos así, ni a los varones. Independentismo de género, «apartheid» reproductivo, optado por una parte de la especie. Los hombres que han acabado con la mortalidad puerperal desde el austrohúngaro Philippe-Ignace Semmelweis, hasta los que han desarrollado una parafernalia anticonceptiva de supermercado nada tienen que decir científicamente porque éstas son «cosas de mujeres». La Valenciano ha pitado por sobrecarga de cociente intelectual.
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