Alfonso Ussía

Señorito

Los desgarramantas de las redes sociales me llaman «señorito». Lo fui en mi primera juventud, hasta que hice el Servicio Militar. Sus odiados militares me abrieron los ojos y transformaron mi personalidad. Ellos se lo han perdido por no convivir, como uno más y sin privilegio alguno, con dos mil españoles. Los militares, entre otras muchas cosas, enseñan el secreto de la buena educación. Pero me gusta lo de «señorito», porque me trae recuerdos muy agradables.

Hasta los veinte años, viví como un pachá, divinamente, de dulce. No lo escribo para provocar, sino para definir mi buen pasar por la infancia y la adolescencia. Esa plácida existencia me ayudó a ver las cosas de este mundo con elevada misericordia. Mi familia tenía un bellísimo campo de jaras y encinas en las afueras de Madrid. Se llamaba y se llama «La Moraleja». Y en San Sebastián, un precioso barco, un crucero con un mástil que se elevaba hasta los veinte metros y sostenía una inmensa vela mayor que se conocía en toda la costa guipuzcoana. A pesar de mi indescifrable fealdad, con unas orejas despegadas de difícil descripción y una delgadez intrépida, tuve mucho éxito con las mujeres más guapas y atractivas de aquellos tiempos. Esto sí lo recuerdo con ánimo de molestar a quienes sueñan con tener entre sus brazos a una mujer estupenda y se tienen que conformar con un botijo. Y todas las semanas ingresaba en mi bolsillo una «paga» bastante generosa que provenía de mi padre. Dada mi capacidad para el dispendio y el derroche, esa «paga» no me llegaba hasta el fin de semana, un grave problema que solucioné mediante el hurto a escondidas, con premeditación, alevosía y nocturnidad, de las «pagas» de mis hermanos, que no salían y se divertían tanto como yo. Camisas de «Burgos» y trajes de Carrasco, un gran sastre que vivía en la calle del Almirante y que evocaba con histórica nostalgia los tiempos de la Monarquía de Alfonso XIII, los de su principio, en los que confeccionaba a la medida más «fracs» que gallinas había en el Zoo del Retiro. Más tarde, y para agradecerme lo simpático que era, mis padres me permitieron hacerme algunos trajes en Collado, calle de Velázquez 51, el mejor sastre del siglo XX madrileño. Un señorito absoluto.

Mis padres eran unos enamorados de Londres, y hasta allí nos llevaban a sus diez hijos. Compraba mis corbatas en las «Burlington Arcade» y alguna visita rendí a las sastrerías de «Saville Road», donde se hacían los trajes los duques de Kent y de Norfolk, entre otros, menda incluido. De vuelta a Madrid, pasábamos por París, y gracias a ello comí en la «Tour D'Argent», «Le Grande Beffour», «Maxim's» y «Luka's», este último, especialmente óptimo. Se hallaba en la Plaza de «La Medeleine». Dormíamos en el Bristol, en Faubourg S. Honoré, y lo pasábamos de cine mudo. Un señorito absoluto.

Mi vida se resumía en las cenas y puestas de largo. Y me llegó la hora de servir a mi Patria. Pasé del lujo a la pobreza en un día. Afortunado día. Y estuve en el Ejército los quince meses establecidos en aquellos tiempos. Cuando abandoné mi CIR 16 de Campo Soto, me volví hacia la Bandera, la abracé desde la distancia emocionado, y agradecí a todos aquellos militares que me habían mandado, ordenado, educado y puteado toda mi capacidad de gratitud. Ya no era un señorito.

Ahora, después de trabajar como un estajanovista, nada queda de aquello. Ni el dinero, ni la buena vida, ni la frivolidad. Gracias a los militares que tanto odian y aborrecen esos desgarramantas que me llaman «señorito» por un simple recurso de rencor y envidia. Y no saben que lo de «señorito» me gusta, porque, al fin y al cabo, lo fui y lo pasé muy bien.