Alfonso Ussía
Sharif
La única película que supera en calidad a la obra literaria es «El Padrino». El «Doctor Zhivago» de David Lean, protagonizada por Omar Sharif, es una gran producción, pero los personajes de Pasternak están mejor dibujados en la palabra que en la imagen. La Literatura rusa, grandiosa, no conoce la síntesis. Una gran novela rusa es, ante todo, el refugio de su autor. Escribiendo se desengancha de su vida para acudir en socorro o en demanda de las vidas de sus personajes, y no desea volver a la realidad. Ese placer que procura la palabra «fin» para un novelista cualquiera, para un ruso es una tragedia. De ahí su obsesión por extender la novela hasta la extenuación del lector. Cuando inicié la lectura de «Guerra y Paz», recién casado, no me figuré que mi primer hijo nacería con anterioridad al final de la monumental novela. Y los rusos crearon una obra cinematográfica, muy resumida, casi telegráfica, inspirada en la obra, y resultó un telegrama de cinco horas. Pero Tolstoi, Dostoievsky, Sholzenitzyn y Pasternak son escritores de fábula, creadores o narradores de la grandeza y la miseria de la nación más gozada y sufrida del mundo.
Pasternak crea un Zhivago menos edulcorado que el de la película. Una Lara más decidida. Un Romanowsky aún más cínico y un Strelnikov, cuyo derrumbamiento ideológico en pos de la delicia del poder me recuerda mucho a un individuo que hoy en día tenemos por España. El ideal hasta el oro, pero acariciado el oro, el ideal se resigna al brillo del metal y al gozo del poder como únicos objetivos de supervivencia. Y la primera mujer de Zhivago, su medio prima y a la que da vida en la película Geraldine Chaplin, es en la letra de Pasternak una encarnación de la tristeza, no la definición de la cursilería. Es muy complicado encontrar cursilería en la novela rusa de los tiempos amargos, porque lo cursi, es decir, lo innecesario, no tiene cabida en épocas de angustiosa necesidad.
Pero Sharif borda el personaje. Era un grandísimo actor, que entendía la interpretación desde la naturalidad plena, siempre lejana a las sobreactuaciones espasmódicas que estamos acostumbrados a padecer en España. Su importancia como actor sobrevuela cualquier duda cuando su otro gran personaje , el príncipe tribal de «Lawrence de Arabia» no desmerece del papel que interpreta Peter O´Toole, magistral cuando da cuerpo y voz a personajes extravagantes. La actuación de O´Toole en «Beckett» como Enrique II frente a un Richard Burton medido y perfecto, es una obra de arte.
Y Omar Sharif era guapo. Es lógico. Loa actores míticos son casi todos ellos guapos o están dotados de una capacidad interpretativa y emocional que supera los simples rasgos de la estética. Terenci Moix escribió un precioso libro dedicado a los dioses del cine americano, que por otra parte, es el noventa por ciento del Cine con mayúscula. Sharif no era americano, pero como actor, fue una estrella más de su infinita constelación. Bogart no era guapo, pero miraba y fumaba como nadie. De haber tenido de compañera de rodaje en «Casablanca» a un cuesco malayo, «Casablanca» no sería nada, porque es Ingrid Bergman la culpable de su estética prodigiosa. Los feos hacen papeles más graciosos, como el del jefe de la Policía francesa que concede, niega, cobra y vive de los salvaconductos. El equilibrio para que la ficción no sobrevuele en exceso a la realidad. El público quiere ser como sus héroes, de ahí el desprecio de Groucho Marx por la película «Sansón y Dalila», interpretada por Victor Mature y Hedy Lamarr: «No puedes esperar que el público se interese por una película en las que las tetas del actor protagonista son más grandes que las de la primera actriz».
Omar Sharif era un personaje en su vida privada elegante, dipsómano y jugador. Se dejó una buena parte de los millones de dólares que ganó en las ruletas de los casinos. Me refiero a los casinos europeos, porque los de su país de adopción y triunfo, los Estados Unidos, le parecían unos casinos muy ordinarios. Sharif frecuentaba el Casino de Montecarlo hasta un día que advirtió la presencia en la barra de un número excesivo de prostitutas. «En un Casino siempre hay alguna prostituta dispuesta al caro consuelo del que pierde o a la cara celebración del que gana. Pero ahora todas son putas, y hay que buscar otros casinos menos agobiantes».
Los actores también pueden morir como sus personajes. En la escena que antecede al final de «Doctor Zhivago», el doctor se desplaza en un destartalado y sucio tranvía por Moscú. Y la ve. Ella, Lara, su amor, su vida, su razón de ser, su tragedia, pasea por la acera. Y Zhivago, que lleva años sin verla, llama a gritos a su amor, y ella no oye, y Zhivago insiste, y salta del tranvía y sigue gritando hasta que el corazón, ahora sí, se le detiene de golpe. Ella, ajena, rumbo hacia su hábito y su tristeza y él en la calle, yacente, ya con su vida detenida.
Así ha muerto Sharif, el Doctor Zhivago, el Príncipe Alí. Todos los que hemos visto sus películas le debemos eso tan maravilloso que se llama melancolía.
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