Joaquín Marco

Sin rumbo fijo

El primer partido socialdemócrata que se fundó fue el alemán en un lejanísimo 1869 y siguiendo su modelo surgieron otros en el centro de Europa. Los de países como Gran Bretaña, Italia o España proceden de otras circunstancias. En sus orígenes fueron revolucionarios y marxistas. En España, hasta Felipe González, el PSOE se definió como tal. Pero el ejercicio del poder y las circunstancias históricas han transformado las formaciones socialdemócratas en un matizado centro izquierda. El sentimiento conservador que se manifiesta hoy en el continente europeo y el nacimiento de fuerzas políticas más radicales, a derecha e izquierda, han llevado a los socialdemócratas o socialistas a una auténtica crisis de identidad. En cada país se ha ido forjando un bipartidismo que no se aleja del considerado como centro político. Ello ha permitido que los socialistas alemanes formen gobierno una vez más con las fuerzas conservadoras, bajo la presidencia de Angela Merkel. Pero esta última coalición ha servido para modificar apenas muy levemente una política que venía de un Gobierno unicolor. La reciente designación de un liberal-conservador polaco al frente del Consejo Europeo ha sido compensada con una socialista italiana como responsable de los asuntos exteriores. Europa quiere mostrar que ambas posiciones políticas mantienen y visualizan el equilibrio político occidental. No es, pues, de extrañar que, al filo del poder, la socialdemocracia europea deba reinventarse y busque nuevas actuales. Se entiende que la fórmula bipartidista, que también impera en España, constituye el reflejo de una sociedad que huye de cualquier radicalidad. Por otra parte, la derecha precisa de una formación que no desequilibre el fiel de la balanza, una fuerza con la que pueda dialogarse y llegar a acuerdos.

En momentos de crisis, como los que estamos atravesando, la población duda con razones sobradas de la eficacia de un sistema de partidos que conduce a la alternancia y que tiende a alejar a los grupos de opinión minoritarios. Entre nosotros, el hombre de la calle, la clase trabajadora (incluidos los casi cinco millones de parados) y la clase media están sufriendo los ajustes y recortes y advierten su problemático futuro. Los partidos tradicionales son puestos en la picota a medida que van desvelándose las corrupciones que se asumieron, casi con naturalidad, en los años posteriores a la Transición. El PSOE se ha visto obligado a renovarse y a redefinir su situación en un panorama que se torna más y más complejo. El partido hermano en Cataluña, el PSC, se halla en una situación incómoda frente a la avalancha independentista. Ambos, sin embargo, no van a renunciar a su naturaleza centrista, el otro plato de la balanza que ocupa, sin excesivas disidencias, el PP. Pero el carácter transformador, más o menos radical, le ha sido arrebatado a la socialdemocracia por fuerzas que emergen de las bases sociales y que arrastran a votantes, especialmente del PSOE, aunque también de IU, que ya es observada como parte de la «casta» gobernante por Pablo Iglesias, el líder de Podemos. Los programas socialdemócratas han ido perdiendo signos de identidad. El ejemplo de Francia es esclarecedor. Hollande llegó al poder con el propósito de mantener los privilegios de la sociedad francesa y, mirando hacia el sur, intentar modificar los criterios de recortes de la llamada sociedad del bienestar que imponían Alemania.Pero se ha visto obligado a modificar sus deseos mientras crecía la extrema derecha de Marine Le Pen, que tiene por vez primera esperanzas de gobierno.

El ex ministro francés de Economía, Arnaud Montebourg, había manifestado sus discrepancias con la línea reformadora del recién nombrado Manuel Valls, cuyo programa se inclina más a la derecha, en la línea reformista de las propuestas alemanas. Por ello, junto a otros dos ministros disidentes, fue sustituido. Pero la trayectoria del joven Emmanuel Macron, que le ha reemplazado, muestra la naturaleza de un socialismo que se inclina tanto hacia el liberalismo como hacia la derecha de un ambivalente Hollande. Con tan sólo 36 años ha sido filósofo (realizó su tesis doctoral sobre Hegel), inspector de finanzas y, en 2008, tras casarse con Brigitte Trogneux, veinte años mayor que él, su antigua profesora de francés, se incorporó a la banca Rothschild como socio. Su propósito, que consiguió, era el de enriquecerse rápidamente. Participó en una importante operación de compraventa que le permitió aproximarse a los centros del poder. En 2008 redactó, junto a Jacques Attali, un informe sobre el crecimiento económico para Sarkozy. Pero fueron el propio Attali y Jean- Pierre Jouyet, amigo de Hollande y hoy secretario general del Elíseo, quienes le introdujeron en el círculo del hoy presidente. En 2011 abandonó la banca y, tras las elecciones que llevaron a los socialistas al poder, fue responsable del área económica y de las negociaciones con el G-20 y la UE. Ahora es el responsable de los ajustes que debe afrontar una economía que ronda el 10% de paro. Dada su rápida carrera, de triunfar en su empeño, algunos le observan como presidenciable. El ala izquierda del socialismo francés ha mostrado su discrepancia con sus objetivos. Macron constituye un ejemplo excelente del actual tacticismo socialdemócrata. Hollande se vio obligado a modificar su programa electoral, pero la socialdemocracia es capaz de adaptarse a cualquier circunstancia. De ahí que la izquierda observe con recelo sus ambivalentes posiciones. La evolución de la sociedad y sus rápidas transformaciones tecnológicas ponen en cuestión las tradicionales ideologías y hasta los modelos de los partidos.