Abel Hernández

Sobre el consenso y Cataluña

Después de aquel día, hablé con él algunas otras veces por teléfono y nos encontramos de refilón, no necesariamente en ocasiones alegres, un par de veces más, pero mi última conversación larga y tendida con Adolfo Suárez fue en la sala VIP del aeropuerto de Barajas. Él viajaba con Amparo, su mujer, clave de su vida, a Pamplona, donde la trataban del cáncer que estaba matándola, y yo acompañaba al ministro Eduardo Serra a Barcelona. El vuelo a Pamplona arrastraba un largo retraso y el puente aéreo podía esperar. Así que teníamos un largo tiempo por delante. Con Adolfo Suárez era imposible no hablar de política. Incluso cuando su enfermedad neurológica ya empezaba a dar signos alarmantes, hablando de política mantenía toda su lucidez y hacía brillantes análisis de la situación. Puede decirse que lo último que perdió fue su «pensamiento político». Él suscitó en aquella ocasión, sin que el tema ocupara entonces el primer plano en las inquietudes nacionales ni hubiera surgido ninguna noticia alarmante esos días, el problema de Cataluña. Lo recuerdo muy bien. En un rincón apartado de la sala le dimos, entre los tres, vueltas al tema. Él llevaba la voz cantante. Hablaba con fuerte convicción, con una extraña energía. Se notaba a la legua que el asunto le preocupaba vivamente.

Suárez tenía una gran intuición. Las veía venir. En este caso, se adelantaba a los acontecimientos. Ni el señor Mas ni Oriol Junqueras ni Carme Forcadell habían dado señales de vida (o señales de muerte) todavía; pero el protagonista, junto al Rey, de la Transición a la democracia y primer presidente constitucional columbró, ya entonces, que el problema de Cataluña podía estallar en cualquier momento. A mí, tengo que confesarlo, me sorprendió aquel día su preocupación. Y nunca he olvidado los consejos sobre el particular. Pretendía que el ministro de Defensa se los transmitiera al presidente Aznar. Así interpreté su insistencia y su contundencia. En estos tiempos tumultuosos les he dado muchas vueltas a aquellos consejos y preocupaciones de Adolfo Suárez, antes de sumergirse en la noche oscura. Lo interpreté como una especie de mandado testamentario a España del hombre del consenso y de la concordia. Lo cuento por primera vez en esta tremenda hora de la verdad, cuando las luces aparecen trémulas. Su principal consejo de aquella mañana en Barajas fue: los países de la Unión Europea, empezando por Francia y España, deben proclamar ya solemnemente en una declaración formal que ninguna región segregada de un Estado miembro sería admitida a formar parte de la Unión. Sin duda, Adolfo Suárez, que era, por encima de todo, un patriota, quería impedir con tiempo llegar a la penosa situación actual. Siempre me pareció un hombre que creía en las ideas y moría por ellas.