Ángela Vallvey
¡Suerte!
No es posible que seamos juguetes de la fortuna de la cuna al camposanto. Soy de la opinión del agrio Schopenhauer cuando aseguraba que la gente otorga una importancia decisoria a sus propias tonterías y a eso le llama suerte (cuando sería superstición). Sin embargo, entiendo bien que las personas sean fetichistas, crean en la magia, los amuletos, las quimeras... Que tengan fe en la suerte buena y que acudan a la mala suerte para echarle la culpa de los errores, las torpezas y la ofuscación propias. Creer en la suerte es mantener una especie de insana delicadeza con uno mismo. Fiarle a la mala suerte, a la fatalidad, lo inicuo de la vida, lo que nos duele y afecta, es descargarnos de culpa. Así, uno se auto-absuelve cuando siente que todo está perdido.
La suerte es el azar que le sonríe al pobre. Los ricos nunca tienen suerte porque no la necesitan. Apuesto doble contra sencillo a que Amancio Ortega, el fundador de Inditex, no ha comprado este año ningún recibo de lotería. No tiene el mismo concepto de suerte del pobre energético. Si bien, en su momento, cuando empezaba a levantar su negocio, seguramente sí jugaba. Sin dejar por ello de trabajar. Casi siempre, trabajar nos redime de no ser obsequiados con ese ansiado golpe de suerte el 22 de diciembre. A veces, los golpes de suerte son eso: cachiporrazos que dejan K.O. La buena suerte del dinero ganado en el juego puede convertirse en mala suerte: hay quien recibe un premio de lotería que malogra su vida en vez de mejorarla. El dinero llena algunas carencias, pero puede descubrir otras mucho más espantosas que la necesidad utilitaria. Y la vida de un ser humano no puede ser simple materialismo, y tal.
(¡Suerte mañana en la lotería! Toquemos madera).
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