Cristina López Schlichting
Súperfrancisco
Los gobernantes sobresalientes escasean; me refiero a gente como Adenauer, Churchill o De Gaulle. Lo corriente es que la historia vaya salvándose con gente mediocre o, directamente, con perversos o tontos, que estropean más que arreglan. Por eso llama la atención la talla de los papas, que, al menos desde hace un siglo, no es normal. Los hombres tenemos una tasa mucho mayor de estultos por metro cuadrado, especialmente en las esferas de poder. Los pontífices, además, piensan y funcionan bastante más tiempo que la media, como si la mirífica paloma les diese también cuerda física. Un mero vistazo al plan de viaje de Francisco a América me ha dejado extenuada. En nueve días, siete vuelos (dos de ellos, transatlánticos) y una treintena de actos, algunos tan largos como las siete misas, entre ellas la de la Plaza de la Revolución de La Habana o la del Madison Square Garden de Nueva York. Como para aislarse íntimamente y descansar un poco, vamos. El ritmo es trepidante para cualquiera, pero es que Su Santidad es octogenario. Por otra parte, es un recorrido por Cuba y Estados Unidos hilvanado de citas históricas, como las entrevistas con los Castro y con Obama. O en otro orden de contrastes, el acceso a una escuela en Harlem y a una prisión en Curran, por un lado, y la comparecencia ante las sedes de las Naciones Unidas y del Congreso estadounidense, por otro. Aunque la parte cubana va a dar grandes fotos, en realidad allí el pescado está casi vendido. La Iglesia lleva décadas practicando una inteligentísima «Realpolitik» con un poder que ha sido implacable, pero nunca tan sangriento en mártires como en México. Desde Juan Pablo II y la caída del Muro se han ido recuperando la libertad de culto y la catequización. El final de la Guerra Fría y la reanudación de las relaciones con EEUU es noticia reciente. Francisco ya ha lidiado en Centroamérica con gobernantes que quieren echarle el anzuelo por su amor a los pobres, como si el marxismo y Cristo fuesen una sola cosa. Por el contrario –aunque con este Papa nunca se sabe–, en los Estados Unidos esperamos grandes titulares. Se pueden dar en la cámara, donde una mayoría republicana lo mira con recelo tras sus rotundas llamadas a la justicia social y en contra del capitalismo salvaje. ¿Qué les dirá a los congresistas? No me dirán que no da morbo. En Filadelfia, a su vez, hay un discurso muy esperado, una especie de puerta del Sínodo de las Familias, en octubre. Llevamos ya un mes de continuos gestos de Francisco orientados a subrayar la misericordia de Dios para con los más alejados, los pecadores, los que han metido la pata. Ninguna de estas iniciativas cambia la doctrina, evidentemente, pero sí acentúa de otro modo la percepción que se tiene de la Iglesia. Ya no es el pecado lo que aparece en el centro, lo que se subraya, sino el perdón. Hay quien clama por grandes rupturas o cambios en las normas eclesiales. En realidad, la gran revolución que traía este Papado ya se está produciendo.
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